Para celebrar su boda en Mosul bajo el yugo de los yihadistas del grupo Estado Islámico (EI), Shaima tuvo que esconder su vestido blanco bajo un velo integral y disimular la música con el generador de electricidad.
PUBLICIDAD
Cigarrillos fumados a escondidas, móviles camuflados en sacos de harina, celebraciones que deberían ser públicas convertidas en secretas…
Durante más de dos años, los habitantes de la segunda ciudad de Irak debieron sortear las prohibiciones del “califato” yihadista para llevar algo parecido a una vida normal.
Como en el caso de la boda de Shaima, de 20 años, y Alí, de 24, hace cuatro meses: “Me puse un vestido blanco, me maquillé y peiné, y luego me escondí bajo un niqab y una abaya larga para llegar hasta la casa de mi marido”, explica la joven, instalada en el campo de Hassansham, al este de Mosul, tras la ofensiva lanzada a mediados de octubre por las fuerzas iraquíes para arrebatarle la ciudad al EI.
“Cerramos las puertas y pusimos en marcha el generador eléctrico para que el ruido ocultara la música”, se acuerda su marido.
“Las mujeres pudieron festejar dentro de la casa, mientras los hombres permanecíamos fuera”, rememora.
Este tipo de celebración está prohibida por los yihadistas, al igual que fumar o escuchar música. Las mujeres debían esconder el rostro y los hombres, dejarse barba.
PUBLICIDAD
“Tenía muchísimas ganas de llevar un traje, afeitarme, que mis amigos compartieran mi alegría y que mi mujer y yo pudiésemos salir en cortejo por la ciudad”, lamenta Alí.
“La boda fue breve. Queríamos dar la vuelta a la ciudad, pero renunciamos por miedo”, precisa Shaima.
– Llamar a escondidas –
En su huida, los jóvenes casados lograron llevarse con ellos una foto de ese día tan especial: Shaima posa con su vestido blanco al lado de Alí, todo sonrisas.
En Mosul, “tenía una tienda de fotocopias, así que imprimí rápidamente la foto, porque ese tipo de cosas están prohibidas”, explica el joven.
Delante de su tienda de campaña en el campo de Hassansham, comparten dulces con sus antiguos vecinos, entre ellos Samiha, de 23 años.
Samiha recuerda cómo escuchaba música en el móvil con sus auriculares para que los yihadistas no se dieran cuenta, recordando que la simple posesión de un teléfono estaba severamente castigada.
En esas circunstancias, comunicarse con familiares de fuera de Mosul requería ingenio y prudencia.
Samiha limitaba sus conversaciones telefónicas a unas pocas palabras —”todo bien, estamos bien, hasta pronto”—, mientras que una vecina hacía guardia delante de la puerta.
En caso de visita inesperada de combatientes del EI, los habitantes escondían sus teléfonos en sacos de harina o de arroz, recuerda Alia, de 40 años, instalada en el campo de desplazados de Al Khazir.
“Cuando los yihadistas vinieron a requisarme la antena parabólica, les di una y escondí las otras dos”, cuenta Adnan, de 46.
“Vivíamos en la clandestinidad”, resume Hala, de 35 años, refugiada en el mismo campo. “Fumaba en secreto, jugaba al dominó en secreto, utilizaba el móvil en secreto. Todo era en secreto”, cuenta.