"Aquí el fuerte es la coca, si se acaba no hay nada, la gente sobrevive de eso", dice Roberto Delgado, comerciante del pequeño poblado de Policarpa, un deprimido municipio del sur de Colombia que se apresta a aplicar un programa de sustitución de cultivos ilícitos.
De 42 años, Delgado expresa las angustias del pueblo de cara a la implementación del acuerdo de paz con las FARC, que ha ejercido su influencia en la zona.
"El temor es que cuando se vayan (los guerrilleros) se acaba la seguridad", afirma.
Con las FARC "ha habido respeto, ellos ponen sanción al que pone desorden", refiere, resumiendo la preocupación que ronda esta región, acostumbrada a pagar a la guerrilla por protección.
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que en noviembre firmaron la paz tras 52 años de confrontación con el Estado, han reconocido haberse financiado con actividades relacionadas con el narcotráfico, como el cobro de impuestos a cultivadores de coca.
Pero con la paz, las FARC aceptaron desvincularse del negocio de la droga, combustible del conflicto armado desde los años 1980.
Ahora, los 5 mil 800 combatientes de las FARC, según sus propios cálculos, se preparan para dejar las armas, un proceso bajo supervisión de la ONU que debe concluir en seis meses.
Su desmovilización genera incertidumbre en Policarpa, uno de los centros de la producción de coca en el convulsionado Nariño. Este departamento fronterizo con Ecuador ha estado asolado no solo por grupos armados, sino también por bandas criminales dedicadas al narcotráfico, minería ilegal y tráfico de personas.
"Desde que las FARC se entregue y este municipio quede solo puede repetirse lo que pasó en años anteriores, que (…) había una guerra entre varios grupos por el control", opina Jesús Ramos, cocalero de 42 años.
Miedo por erradicación
Los campesinos tienen miedo por su seguridad con el vacío que dejarán las FARC. Pero no solamente.
También son escépticos ante el plan de sustitución de cultivos ilícitos del acuerdo de paz con las FARC, en el cual el gobierno se compromete a brindar alternativas de sustento a quienes acepten el reemplazo.
"Aquí pueden erradicar la coca, pero si no nos ayudan (…), le toca a la gente volver a cultivar", apunta de su lado Ramos.
Alexandra Matitui piensa igual. A sus 30 años solo ha visto prosperar la coca en esa región empobrecida y sin agua potable. Así creció y así cría a sus hijos.
"Esto es fácil porque es ligerito: a los seis meses tiene la primera cosecha y de ahí cada tres meses sigue dando", explica.
"Además no hay que sacarla hacia la ciudad. Los compradores vienen aquí mismo", apunta.
En su vivienda de palos y barro, vestida con ropa desgastada, asegura que con la coca sobrevive, no se hace rica. Una hectárea plantada le representa cerca de un millón de pesos mensuales (unos 330 dólares), el maní, el aguacate o el cacao dejan la mitad.
"Vivimos de la coca porque los demás productos no dan resultado (…) Además, aquí nos tienen abandonados: no hay vías, no hay puentes, no hay cómo regar", resume mientras raspa una mata con sus manos callosas.