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Cercenados

No hay lágrimas que alcancen. Ni siquiera cuando se llora sangre. Donde hubo vida, cenizas quedan. Pero perdidas en lo que pronto será un camposanto. Las familias mutiladas rompen el alma; los relatos desgarran lo yermo del dolor. La memoria de la niña que vio quedarse a su hermanita, porque no corrió a tiempo. El hombre que busca a su esposa y a sus hijos, día y noche, en una pesadilla de la que nunca despierta. Aquel que perdió su precariedad completa que era todo cuanto tenía. No será la esperanza lo último que muera aquí; será la soledad. Esa soledad que escolta a la muerte en su inexorable momento final. Abundan los que apuestan por enterrar las evidencias. Mas no dándoles cristiana sepultura, sino estrangulando las cifras. A la espera de esa inercia que trae olvido y desidia en su trepidante rutina. Ha ocurrido en otros tiempos. Es el gotero de la crueldad. La burocrática salida de un laberinto que colecciona nudos en la garganta. La negación de lo innegable.

Conmueve el heroísmo que no se rinde frente a las tentaciones de la indolencia. Ese heroísmo de quienes se resisten a abandonar a los amigos, aunque los rastros sean tan remotos como un grano de sal en el mar. Indigna, en contraste, el administrativo y quirúrgico manejo de las emociones magulladas. El estrafalario y ofensivo discurso de quien no asoma su mente ni a los linderos de la menor idea.

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Hasta la peor incompetencia suele regirse por límites. Con una excepción: Aquella que atropella sin miramientos el sufrimiento ajeno, solo porque no encuadra en sus intereses de mezquino plazo. Lo mismo se ignora el vínculo roto por la ira de un volcán, que la escisión a la fuerza producto de una postura de “cero tolerancia”, al derecho fundamental de una familia a compartir su pertinaz escasez. El “respeto” pasivo a una perversa carta de negociación, disfrazada de ley, es una abyecta sumisión estratégicamente entreguista. Hasta dónde logramos caer. Los añicos de la moral hipócrita que proclama ser la copa redentora del amor patrio, pero que se exhibe en un cinismo de dos caras que igual siempre va enmascarado. 

No hay enfado que alcance. Ni siquiera cuando la bilis es una lluvia ácida. La extrema vulnerabilidad que nos agobia no proviene de los desastres naturales. No es producto del aciago retumbo de un coloso sin control. Tampoco brota de la furia que conllevan los implacables aguaceros de cada temporada. No son la consecuencia del muro atroz que se erige a golpes en una frontera de iniquidades. Nuestros peligros de horror radican en la decrepitud espiritual de quienes no rigen con límites su voraz incompetencia. De quienes lastiman impúdicos ese dolor desvalido que no encaja en los vectores de sus intereses de mezquino plazo. De quienes en la desolación despiadada de su mente, no se asoman ni a los linderos de la menor idea.

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