Opinión

Luis Felipe Valenzuela: "Prevenir o lamentar, he ahí el dilema"

Arde el país. No políticamente. No aún. Arde en sus bosques y en su vegetación. No existen datos precisos acerca del desastre. Eso, de hecho, podría ser parte del problema. Me quedo con lo dicho por Óscar Núñez, de Defensores de la Naturaleza: “Los incendios forestales se apagan en invierno”. El ecologista tomó la frase de los expertos del Servicio Forestal de Estados Unidos. Y esas sabias palabras solo nos recuerdan lo obvio: invertir en prevención. No hace falta ser genio para saber que evitar las catástrofes sale mucho más barato que reaccionar frente a ellas. Es la de nunca acabar. El Estado de Guatemala pareciera siempre quedar en deuda. O llegar tarde. O no llegar. Tal como ocurrió con el aciago episodio en el Hogar Virgen de la Asunción o como sucede a diario en las carreteras con los múltiples y trágicos accidentes. La muerte o la calamidad nos aguardan a la vuelta de la esquina, ya sea por las carencias para dar el más nimio mantenimiento a una obra, o bien por la falta de abastecimientos básicos en determinados servicios. Y, en el centro de todo, la corrupción. Nada nuevo, en realidad. La justicia misma sufre de ese tipo de escaseces y de desdenes. Presupuestariamente, no es una prioridad. Por ello, vivimos siempre en peligro en la tierra donde lo infausto y lo infame merodean por doquier. Aquí donde la incompetencia ni siquiera se disimula. Aquí donde la impunidad se defiende con bajezas a capa y espada. Aquí donde nos horroriza revisar nuestro pasado y hasta lo negamos.

No percibo que el concepto de “área protegida” se comprenda a plenitud en Guatemala. El ejemplo del parque Laguna del Tigre sugiere eso y más. El caso de los incendios forestales es patético. Van más de 500 en 2017, según la Conred. Sufren los jaguares, los osos hormigueros, los tapires y las guacamayas. Sufre el planeta. Y más sufrirá si no se actúa pronto para detener la inminente debacle de los climas temperamentales. Jimmy Navarro, director del Sipecif, indica que solo durante la Semana Santa combatieron 73 fuegos. De estos, todavía hay siete activos. Son miles de hectáreas de bosque las que se han perdido. Y no es la primera vez que pasa. Ni será la última. La cultura de prevención debería de ser uno de los ejes principales de cualquier plan de gobierno. Prevenir es un verbo que abarca la totalidad de las necesidades de un país que pretenda desarrollarse. Una educación de calidad previene la pobreza. No solo para quienes buscan oportunidades desde la marginalidad, sino para los inversionistas serios que aspiran a hacer grandes y legítimos negocios. La prevención en materia de salud salva vidas. Y ahorra costos que van más allá del tema de insumos, porque ahorra el costo del dolor de quienes complican sus cuadros clínicos por falta de lo elemental. Y cuando se habla de la desnutrición crónica, las medidas preventivas son decisivas para que nuestro mejor recurso, es decir el humano, no se pierda antes de terminar su niñez. Nada nuevo, en realidad. Lo sabemos de sobra. Desde hace años. De ahí que la prevención también alcance la urgencia de formar una futura clase política y dirigencial capaz de asumirse en su rol de liderazgo, y que no se permita el carísimo lujo de evadir sus responsabilidades. Ya fue suficiente de tanta mediocridad y de tanto cinismo. El país arde de diversas formas. Arde en polarizaciones burdas. Arde en las trampas y las turbulencias de un Congreso sin dirección, que en vez de legislar para el bien común y de cumplir sus funciones de representatividad y de fiscalización, se mueve entre la angustia y lo sórdido, a la espera de que casos como el de Odebrecht se lleven por delante a varios diputados. Arden varios ex funcionarios del Ejecutivo por razones similares o bien por otras que se emparentan con el soborno, la plaza fantasma o el sobreprecio. Arden las calles por la violencia que no perdona. Arden los pronósticos económicos como consecuencia del miedo que se propaga, igual que las llamas en el Petén, para beneficio de quienes lo provocan. Pienso de nuevo en los jaguares. Y en los osos hormigueros. Y en los tapires. Y en las guacamayas. ¿Cómo podrían ellos prevenir la ignominia de quienes detentan el poder por medio de las armas? ¿Cómo podrán ellos prevenir la codicia insaciable de quienes atropellan a la naturaleza en aras de sus mezquinos intereses? ¿Cómo podrían ellos prevenir la apatía de quienes permitimos, por omisión o por ignorancia, que la maldad se siga imponiendo? No. Ellos no pueden prevenir nada. Mucho hacen con no extinguirse. Los jaguares no lavan dinero. Los osos hormigueros no extorsionan. Los tapires no saquean las arcas del Estado. Las guacamayas no trafican influencias. Solo padecen las secuelas de quienes lo hacen a sus anchas. De quienes queman el futuro por sus ambiciones de repugnante inmediato plazo. Insisto: El país está que arde. Prevenir o lamentar, he ahí el dilema.

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