Opinión

Frente a nuestras propias narices

De repente, Hollywood se revela como un centro de abusos sexuales. No me sorprende. Lo que sí me impresiona, para bien, es que muchos se atrevan a denunciarlo. A señalar con nombre y apellido al poderoso que se aprovechó de su posición para ejecutar el vejamen. Kevin Spacey queda muy mal en todo esto; no digamos Harvey Weinstein. Y ya sufren consecuencias en su quehacer profesional, lo mismo que otros que integran la lista negra de ultrajadores. No pareciera, por ahora, que reinará la impunidad. Aquellos que por años se guardaron la humillación y la ira hoy se suben a la ola y pierden el miedo de buscar justicia. Ciertamente, podría surgir un aprovechado que acusara solo para destruir alguna reputación. Ese riesgo cabe. Pero cuando uno revisa la cantidad de víctimas, la historia caza perfecta. A Spacey lo delatan 15; a Harvey, 76. Y dudo mucho de que surjan voces proclamando que lo correcto aquí sea perseguir al abuso y no al abusador. Ni de broma.

A lo anterior se suman hechos de los días recientes relacionados con temas muy cercanos a nuestra realidad. En Argentina, Amado Boudou hace noticia como el primer ex- vicepresidente de ese país que es detenido en el marco de un caso de corrupción. Antes, cuando aún estaba en el cargo, ya había sido procesado. Tales coincidencias no apuntan a ser casualidades. En Arabia Saudita, el príncipe heredero, Mohamed bin Salman, sorprendió al país, y también al resto del mundo, con una cruzada contra la corrupción que incluyó el arresto de 11 príncipes, cuatro ministros y varios ex funcionarios. Súmele a ello lo sucedido en Brasil durante 2017, con no pocos peces gordos de la política que han sido destituidos, procesados y condenados, a lo que se añade el caso Odebrecht, que muestra de manera contundente cómo los corruptos abundan en todas las clases sociales y en todos los colores ideológicos. Esa es otra ola. Otra ola de la que es preciso, urgente y hasta patriótico sacar raja, cuidándonos lo más posible de no caer en una cacería de brujas. Es ahora o nunca. Si la sociedad de hoy no se atreve a la reforma profunda de este sistema putrefacto y termina protegiéndolo, las consecuencias serán trágicas para las futuras generaciones.

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Guatemala ha sido vista por el mundo como un modelo de lucha contra la corrupción durante los últimos dos años. La autoestima de la ciudadanía emergente subió y se vio en el espejo con luces de fondo. Tal vez no lo suficiente como para acelerar los cambios a la velocidad soñada. Pero sí con la intensidad que se necesita para mantener el ritmo. Era ingenuo pensar que, frente a la batida que hemos vivido aquí desde 2015, la resistencia de las redes criminales no iba a saltar como fiera herida. Nadie dijo que esto iba a ser fácil. Pero a partir de que el 27 de agosto, el presidente Jimmy Morales declaró no grato al titular de la CICIG, ese mismo mundo que nos aplaudía por el coraje y la determinación con que se estaba persiguiendo y atrapando a los actores de la “gran corrupción” no termina de entender lo que aquí sucede. Los analistas se preguntan: ¿Cómo puede un mandatario que ganó las elecciones con un lema como el de “ni corrupto ni ladrón” pelearse con el que pelea contra los saqueadores? Lo ven como inaudito. Como para novela de un escritor con una imaginación febril y fantasiosa. La historia puede hacerle pagar muy caro a Morales esta insensata osadía. Salvo que recapacite, lo cual veo harto difícil.

La coincidencia de lo que ocurre en Hollywood contra los abusadores sexuales y las reacciones del planeta, en diferentes puntos de su geografía, frente a un flagelo de robo descarado y canalla en el que se han usado las influencias para hacer negocios turbios con el Estado, de algún modo nos favorece. Es, como ya escribí, un ejemplo de lo que puede y debe lograrse. Ambos representan el final de un prolongado silencio. Y son dos olas. Olas que encienden reflectores sobre infamias que han pululado siempre por ahí, atropellando y matando, a veces frente a nuestras propias narices.

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