Opinión

Bomba de tiempo

La guerra está declarada. Otra vez. En realidad, guerra aquí hay desde casi siempre. Por lo menos desde que me acuerdo. Con escasos intervalos. Y en el enfrentamiento de estos días, no veo por el momento una salida a corto plazo. Golpe aquí, golpe allá. Así está la tónica. Pero la ventaja la lleva ahora lo que se ha conocido como el “pacto de corruptos”. Ventaja que durará, digamos, hasta que la CICIG y el MP destapen otro caso de escándalo. El “toma y daca” no cesa. La mañana del sábado 13 de enero detuvieron al diputado Julio Juárez, sospechoso de ser el autor intelectual del asesinato de dos periodistas y ya sancionado con la Ley Magnitsky. Horas después, el Congreso eligió a sus nuevas autoridades. Esa misma tarde, la Embajada de los Estados Unidos emitió un comunicado que, entre otras cosas, dice que el gobierno de ese país “ha tomado nota de que el Congreso de Guatemala ha seleccionado una nueva Junta Directiva”, y que serán las acciones, y no sus palabras, lo que demostrará “el compromiso de aprobar leyes que beneficien al pueblo…”, tanto como el de luchar contra la corrupción y la impunidad. Al siguiente día, la toma de posesión de Álvaro Arzú Escobar y el informe de dos años de Jimmy Morales, con discursos que parecían escritos por la misma pluma, de lo complementarios que sonaron. Lo cual, de ser cierto, implica que la estrategia de cerrar filas está sellada y en plena ejecución. Veinte horas después, la fiscal general suelta declaraciones que, sin esconderlo, muestran su descontento y su distancia con el mandatario y con el Organismo Legislativo. Cuando la prensa le pregunta al portavoz presidencial qué contesta a ello, su respuesta es mesurada y cauta, como quien sigue un guion, y se limita a decir que “respetan pero no comparten” lo expresado por la titular del Ministerio Público. Total, un peloteo incesante y tenso que no permite respiro. Sin embargo, no hay que perderse. Está claro que, quienes se sienten amenazados por una acción judicial de parte del MP y de la CICIG, harán cuanto esté a su alcance para desprestigiar el esfuerzo de ambas entidades. Así, también denigrarán a cualquiera que no se preste a sus ya muy evidentes intenciones en pro de la impunidad. La elemental (pero perversa) reducción de este debate a un “si estás con la CICIG entonces eres comunista y antiempresarios”, o bien a aquel que se atiene a que “todo el que critique a la CICIG y al MP está a favor de la corrupción” no nos llevará a nada. Y aquí no se trata de estar a favor o en contra de la Comisión, sino de estar a favor o en contra de un régimen de legalidad. No se precisa ser muy inteligente como para determinar que la supuesta defensa de la soberanía no es más que una coartada, cada vez menos disimulada, para ganar adeptos emocionales que caen, por incautos o por malintencionados, en juegos como el de insultar al embajador de Suecia por un resbalón en un discurso en el que elogió la lucha que Guatemala libra contra los corruptos, pero callar y hasta defender a Donald Trump –haya dicho o no el improperio que se le atribuye–, cuando agravia de manera grotesca a los salvadoreños, que son, en esencia, tan cercanos a nosotros como cualquier ciudadano de Jutiapa, mucho más cuando se trata de verlos como migrantes en el norte de este continente.

En lo que va de la democracia no recuerdo una coyuntura más intrincada y peligrosa como la actual. Y podría ponerse peor. Eso me dice una querida tía, muy versada en política, no tanto basada en su experiencia en estas lides, sino en que le dije lo mismo a finales de agosto del año pasado. El callejón no sugiere salida en este momento. Elogio por ello que dos analistas como María del Carmen Aceña y Adrián Zapata, del CIEN y del IPNUSAC, respectivamente, admitan que las innegables conquistas desde 2015 no deben quedar truncadas, pero sobre todo que están dispuestos a dialogar, aunque no sean afines ideológicamente, para evitar una debacle. Es urgente detener esta “bomba de tiempo”. El drama es que veo hacia todos lados y no encuentro quién o quiénes puedan procurar un acuerdo, y que si lo hubiere, el primero que se atreva a proponerlo será de inmediato destruido por las redes. Lo que se ha conocido como el “pacto de corruptos” debería recordar que “a veces no es el amor lo que se termina, sino la paciencia”. Y aquí no es cuestión de amor, sino de hartazgo. El problema radica en que quienes representan a los poderes amenazados no van a escatimar en esfuerzos, o en violencia, para que aquí no cambie nada. Y aunque existe un camino para plantear y desarrollar una justicia transicional que no destruya al país, los extremistas difícilmente permitirán que tal cosa tan siquiera se intente.

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