Opinión

La tan perjudicial indolencia

Despertó tres meses después y no se reconoció. Tal vez porque ya no era ella. De hecho, ya no lo era. Un incendio pavoroso y devastador había arrasado con sus jóvenes facciones. La había mutilado. Y también había reducido a cenizas lo que un día fueron sueños. No hace falta decir que me refiero a una sobreviviente de ese hogar que jamás fue seguro. Un “hogar” cuya función era proteger a menores atropellados por su propio destino. Totalmente comprensible que ella no sienta muchos deseos de vivir. O que se queje por no poder llevar una cotidianidad de penalidades normales. Duele solo imaginárselo. Y se siente repudio de que el Estado haya avanzado tan poco en materia de protección a niños y adolescentes en situación de vulnerabilidad, luego de un episodio tan desgarrador como el del 8 de marzo del año pasado. Sin embargo, en contraste, da esperanza cada muestra de rechazo que se patentizó durante los últimos días contra las causas de esa horrorosa tragedia. Esperanza de que la insensibilidad aún no nos haya derrotado por completo. Esperanza de que todavía quede gente que se interese por los demás, en medio de semejante barbarie de bajezas. Marvin Rabanales, experto en el tema de niñez, lo dijo con una contundencia muy certera por la radio: “Posiblemente a esta sociedad le haga falta despertarse tres meses después y no reconocerse, para así adquirir conciencia de la urgente necesidad de tomar acciones”. Abundan las indolencias que ofenden. Los crueles comentarios que pretenden culpar a las víctimas de su calvario entre llamas. También indignan los esfuerzos denodados para preservar el reino de la impunidad. Para salvar de la cárcel a los cercanos de siempre o a los cercanos estratégicos. Está claro que la corrupción no solo refleja una enfermiza rapacidad saqueadora, traducida en la insaciable voracidad por el dinero. La corrupción es al mismo tiempo la expresión putrefacta del desprecio por la humanidad. Por los desvalidos. Por los que sufren siempre. Por los que no son yo ni los míos. ¿Cuántos millones se habrán gastado en desprestigiar el proceso de depuración iniciado en 2015? ¿Qué cantidad de recursos estatales se habrán dilapidado con ese fin?

El ajetreo del diario vivir apenas nos permite preocuparnos por “los otros”. Y nos declaramos inocentes del delito de apatía, porque cumplimos con nuestras obligaciones más próximas. Exigimos no ser molestados por la asquerosa realidad que nos circunda sin cesar. Y practicamos con alevosía y descaro el “sálvese quien pueda”. Así solemos actuar en aras de la “sobrevivencia”. Hasta que nos toca enfrentar la horrenda y tenebrosa cara de este país. Hasta que somos nosotros las víctimas de un vejamen judicial, de alguna carretera en pésimas condiciones o de un hospital desprovisto de las medicinas básicas. Entonces nos acordamos de la necesidad de contar con apoyos y respaldos para levantar la voz. Entonces se nos viene a la mente, y a la conciencia, el tremendo error de habernos quedado callados frente a la ignominia. Entonces lamentamos la desidia de no haber conformado un frente común para frenar los abusos de poder que nos han gobernado por décadas.

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La niña que hoy se queja de vivir porque la mutilación de sus sueños y la demolición de sus jóvenes facciones no le permiten sentirse ella, no se compara con las millones de penalidades cotidianas que vivimos muchos aquí en Guatemala. La niña a la que me refiero sufre de verdad. Y todo por la infausta suerte de haber amanecido en ese “hogar” que jamás fue seguro, el 8 de marzo de 2017. Duele solo imaginárselo. Marvin Rabanales tiene razón: Posiblemente a esta sociedad le haga falta despertarse tres meses después y no reconocerse para así adquirir conciencia de la urgente necesidad de tomar acciones. Sin el “posiblemente”. Hay que terminar con tanta ignominia en nuestro país. Salvarnos de la tan perjudicial indolencia.

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