Mi celular está lleno de chats. El del colegio. Los del trabajo. El familiar. El de colegas. Los de agrupaciones cívicas. El de los amigos de siempre. También alberga otros que, por diversas razones, se quedan merodeando por mis conversaciones diarias, aunque rara vez los revise. Uno de esos, en el que me incluyeron por casualidad, llamó mi atención días atrás por lo intenso de sus mensajes. En especial los de uno de sus más activos participantes, cuya línea discursiva es, como mínimo, contradictoria. Primero, suele enviar gran cantidad de textos políticos que reflejan no tanto sus convicciones ideológicas cuanto sus fobias personales. Odia visceralmente a un personaje de la actualidad noticiosa, a quien descalifica por medio de memes que lo ridiculizan, o bien con enlaces de tuits del netcenterismo local que lo insultan.
El ochenta por ciento de quienes forman parte de ese grupo avalan y celebran la persistente saña con que este hombre ataca a los enemigos comunes. Lo cual no me extraña. Lo que sí me parece curioso es que ese mismo sujeto que no “se tienta el alma” a la hora de reproducir epítetos e injurias contra esos a los que tanto detesta, repentinamente comparta imágenes cristianas con frases moralistas e inspiradoras. Un par de veces hasta vi que se valió del pensamiento de Gandhi para motivar a quienes interactúan con él. Sin embargo, media hora más tarde había proferido expresiones condenatorias contra los “vendepatrias” y proclamado con impúdico descaro que a los delincuentes se les debía exterminar desde niños “para que la mala hierba nunca creciera”.
Es frecuente, asimismo, que se dé baños de pureza reenviando fotos al lado de su familia, pese a que dos memes después sugiera lugares “para divertirse con nenas”, a lo que añade casi siempre galerías de fotos con mujeres semidesnudas a las que describe como “mamitas”. No faltan, por supuesto, las convocatorias para bacanales alcohólicas, muy populares entre sus pares, seguidas al otro día de las crónicas de queja por las crudas de campeonato.
Ayer, posiblemente por curiosidad malsana, revisé sus perfiles en redes sociales. En todos se presenta como padre, abuelo, trabajador, creyente y nacionalista. Lo cual tampoco me extraña. Pero sí me llama la atención, y mucho, cómo este samaritano tan bueno se permita denostar con semejante impiedad a quienes no piensan de acuerdo con sus ideas. También me sorprende, aunque no debería, que sus constantes llamados a defender a Guatemala se centren en ideas que, sin disimulo, muestren racismo, clasismo, crueldad y vileza. Es decir, según lo que logro percibir, ese país al que dice amar con el alma y por el que “está dispuesto a dar la vida”, se circunscribe a tres o cuatro zonas de la capital, un lago, dos playas, una ciudad colonial y un par de clubs. Y claro, al selecto grupo de la iglesia que asegura frecuentar dos veces por semana.
Me cuesta entender cómo alguien tan religioso y tan recto sea capaz de despreciar a la humanidad sin que siquiera le cause vergüenza divulgarlo. Pero tal vez se trate de una variante de ser auténtico que yo no alcanzo a descifrar bien. O a lo mejor paso por alto que, tal como lo publicita profusamente con actitud de “qué bondadoso soy”, este señor se redima de sus atrocidades verbales con la beneficencia que dice liderar “de manera permanente y desinteresada”. Quién sabe. Uno a veces juzga sin conocer lo suficiente. Lo que sí me consta es que es adicto a las “fake news” (pues las divulga sin recato) y que le parecería un acto justiciero que los soldados de Trump le dispararan a lo que él considera “una manipulada caravana de migrantes, pagada con el asqueroso dinero de George Soros”.
Por fortuna, no todos los que intervienen en el chat son exactamente como él. Hay quienes le argumentan en contra. Y también otros que, al abandonar el grupo, se declaran disidentes de ese obtuso vaivén de moralidades inmorales. Habrá algunos, como yo, que solo revisen las charlas virtuales sin emitir mayores comentarios. De vez en cuando, confieso, me he divertido compartiendo algunos memes contracorriente, los cuales me han valido escasas aprobaciones y múltiples rechiflas. Así arribé a la conclusión de que la mayoría de los que chatean ignora quién soy, o que en realidad ninguno de ellos llega a tomarme en serio. Igual, me quedaré con la duda, pues no pienso preguntarles.
En conclusión, sostengo que es saludable no inmiscuirse demasiado en las conversaciones aberrantes de la mensajería digital de estos tiempos. Memes graciosos aparte, pueden enfermarlo a uno. Por de pronto, al ponerle punto y final a esta columna, oprimiré las teclas correspondientes y me saldré del grupo. Aunque no haya llegado ahí anónimamente, después de escribir esto no me queda opción. Por coherencia. Total, no creo que se percaten de mi abandono y estoy seguro de que no me echarán de menos.