Hoy me imagino haciéndolas de dron. Sobrevuelo la ciudad y analizo nuestra fisonomía social desde la dosificación deliberada de las alturas. Determino, a partir de los tejados, cómo se vive debajo de sus fachadas de sombrero y hago la radiografía cenital del drama cotidiano (los techos revelan las desigualdades o las desidias con una precisión casi milimétrica). Sigo en la aventura de ser un dron. Observo, sin aflicciones ni angustias, las interminables filas de automóviles en una franja de máximo tránsito. Percibo, con mis hélices intuitivas, el cuantioso tiempo perdido que se desangra en nuestro congestionamiento de cada día, casi a toda hora.
Visualizo al niño que espera a su padre para jugar con él, pero que termina vencido por el sueño; dibujo al padre ansioso por llegar lo suficientemente temprano para jugar con su hijo, pero que arriba cinco minutos después de que el pequeño ya no pudo más y se quedó dormido. (Es penoso presenciar desde mi recorrido por el aire el vano forcejeo de energía que se entabla entre la paciencia y los motores, en el ajustado baile del “bumper con bumper”. Mucho peor cuando llueve. O cuando se reporta un ataque armado. O cuando el accidente es fatal. O cuando es fin de mes. O cuando se levanta el asfalto del recapeo de la noche anterior. O cuando colapsa alguna vía a kilómetros de distancia).
“La vivencia de ser dron por un día ha terminado. Los tejados y los techos revelan las desigualdades o las desidias sociales con una precisión casi milimétrica”.
Resulta divertido y locuaz ser dron por un rato. Sin embargo, también llega a ser perturbador. Uno se topa con otros de la misma especie que son espías y malignos. Esos que sobrevuelan encima de la intimidad de los “incómodos” y que registran datos para armar expedientes, archivos y persecuciones. La tecnología al servicio de la inteligencia cavernícola. La barbarie con su deslucido traje de luces. Los juguetes expertos en hacer daño, porque no son para jugar, sino para enturbiar la jugada con el juego abominablemente sucio. (Uno de los retrocesos más perniciosos es el que nos sugieren las prácticas 2.0 del Estado policía, en su versión corregida y mal disimulada. La prepotencia de quienes hacen alarde de su poder malhabido forma parte del oscuro repertorio. Asimismo, la cobardía del perfil anónimo de los sicarios que se dedican a socavar con mentiras descaradas o con verdades a medias la reputación de sus “enemigos”, reales o inventados. Uno jamás deja de admirarse de la capacidad de los sórdidos para hundir al país en sus peores cloacas).
Hay variedad de escenas que se evidencian portando los ojos de un dron. Se ven los asaltos y los vejámenes en plena calle. Las comitivas de altos funcionarios con su vanidoso aparato de seguridad. Los derrumbes en obras nuevas. La disfuncionalidad de los liderazgos oportunistas. Y se nota la tensión que se vive allá abajo. Hasta los negocios por debajo de la mesa son obvios desde aquí. Los shows políticos. La gangrena moral de quienes más se declaran salvos y piadosos. Tristeza causan las áreas deforestadas por descuido o los ríos atestados por la inercia de la basura. Son evidentes los trasiegos cómplices. Los detergentes inmobiliarios. Las distorsiones institucionales.
Da pena y desasosiego el desorden urbano que se come la ruralidad con desprecio y salvajismo. Los deslaves implacables. Las zonas rojas. La crema ingrata. La ofendida geografía en permanente riesgo. (Aquí no hay descanso posible. El sistema apuesta a agotarnos con su desfachatez, entre vandálica y diabólica. Se gastan millones en lo que no sirve, para que esos millones les sirvan a quienes nos desgastan. Emprender cuesta horrores, porque el horror de las extorsiones no se detiene. Los más viles pagan fabulosas sumas y ejercen sus eternas bajezas para ser o seguir siendo los titiriteros del sistema judicial. Las metástasis del inmediatismo mediocre y artero nos corroen. Además, nos tratan como bobos cuando nos mienten sin rubor ni pudor. Y lo hacen con frecuencia. Les encanta “vernos la cara”. Y lo que es más doloroso: Se los permitimos).
La vivencia de ser dron por un día ha terminado. Los tejados y los techos revelan las desigualdades o las desidias sociales con una precisión casi milimétrica. Es hora de bajar a tierra firme. A esta tierra que se tambalea o que se agrieta. A esta tierra de heroísmos cotidianos y de resistencias a la deriva, donde los juguetes expertos en hacer daño no son para jugar, sino para enturbiar la jugada con el abominable juego sucio.