Nos obsesiona el consumo. Nos trastorna. Tanto que, si no consumimos lo suficiente, sentimos que somos nadie. ¿Y qué es “lo suficiente”? ¿Acaso algo similar a nuestro referente más próspero? ¿Será que nos comparamos con algún familiar que gasta, gasta y gasta? ¿O acaso lo hacemos con aquellos amigos que derrochan sin medida en su estrafalaria bonanza de paquetes? En estos días no es raro que muchos se embelesen con las espléndidas vitrinas y, como hipnotizados por un espejismo, pongan a sudar temerariamente el plástico de las tarjetas, cueste lo que cueste incurrir en la extravagancia.
Ir de compras no es pecado. La gula despilfarradora, sí. Adquirir cosas con furor malsano precisa de terapia para curarse. Y, en ocasiones, también de una consolidación de deudas para no colapsar cada mes. ¿Será lógico que cuando un objeto es prohibitivo por su precio se nos antoje más? ¿Cómo se explica que abunde la gente que le debe a media humanidad, pero de pronto surge rodeada de lujos no compatibles con su situación financiera?
El delirio por las compras marca la temporada y es uno de los inequívocos distintivos del sistema. Mover la economía es importante. Eso no lo discuto. Pero sería igualmente vital que, en algún instante del vaivén, los que abarrotamos los centros comerciales nos detuviéramos a meditar acerca de cuán solidarios somos con el prójimo. A reflexionar sobre aquellos padres que se frustran porque no les alcanza para agasajar a sus hijos durante este trajinado capítulo del año. A intentar una introspección, entre parranda y parranda, para revisar si aún conservamos adentro de nosotros eso que solemos llamar alma. Sería tan sano que antes del próximo convivio pudiéramos cruzarnos con esa luminosa estación de la quietud y ver cómo los trenes de la vida se llevan las oportunidades de generosidad, que el destino brinda en su cotidiano recorrido. Recuerdo una entrevista que leí hace un par de meses. El sociólogo alemán Stephan Lessenich contestó así a la pregunta de si sirve de algo atormentarse por las desgracias del resto del mundo: “Atormentarse de forma individual no sirve para nada. Como mucho te sentirás un poco mejor después de haberte atormentado, pero ninguna solución será individual. Será colectiva o no será. Colectivamente hemos decidido no ser conscientes de lo que implica nuestro modo de vida y sus consecuencias”.
Lessenich invita a consumir menos. En realidad, a tener menos. Y de ahí me asalta esta duda: ¿Cuánto de lo que compramos realmente nos es útil? ¿Cuánto de lo que adquirimos, tal vez por encontrarlo en oferta, termina siendo de verdad significativo para nuestra esencia? Ni hablar por ahora del “estilo de vida”. Eso puede perturbar a cualquiera. Especialmente cuando sometemos nuestras ansias a las comparaciones patológicas antes descritas.
Regalar es un arte, no un compromiso. Llenarse vacíos artificiales por medio de un “shopping asesino” es pretender regar el desierto con una botella de agua y esperar a cambio que de la arena brote la vegetación. Si el dinero es la aguja punzante de nuestro reloj biológico, más temprano que tarde arribará puntual el aguijonazo del usurero; ese al que nos sometemos cuando gastamos desmedida e irresponsablemente. Cito a Zygmunt Bauman: “Además de tratarse de una economía del exceso y de los desechos, el consumismo es también, y justamente por esa razón, una economía del engaño. Apuesta a la irracionalidad de los consumidores, y no a sus decisiones bien informadas tomadas en frío; apuesta a despertar la emoción consumista y no a cultivar la razón”.
Todos alguna vez caemos en la tentación de gratificarnos con el supuesto glamour de las adquisiciones estrambóticas. Y nadie sale dañado de ello cuando el capricho es esporádico. Pero me permito apuntar que trazarse como meta de vida consumir tanto como el vecino o como el familiar más adinerado puede causar debacles en el corto plazo. Asimismo, latosas e insufribles deudas, con acreedores inclementes que nos torturen el día entero. Incluso perder buenos amigos cuando no les pagamos a tiempo lo que les debemos. En fin, lo que ya se sabe. Es agradable y atractivo consumir. E insisto: Ir de compras no es pecado, pero la gula derrochadora, sí. Y es conveniente recordar que enero, por distante que parezca, apenas está a la vuelta.