Opinión

No me quejo más

Durante los últimos días he leído varios artículos acerca del teletrabajo. Laborar desde casa se volvió una necesidad y, en algunos casos, un callejón sin salida. Así de extrema la comparación. Inicialmente, la idea suena genial. Uno se evita el tráfico y, en algunos casos, se impone su propios horarios. Se libra además de las distracciones que abundan en las oficinas y puede brindarle más tiempo a la familia. Hasta ahí, todo perfecto. Pero en temporadas de confinamiento, y posiblemente después, el asunto no siempre resulta tan maravilloso como parece. En el caso de muchas mujeres, no asistir a trabajar conlleva una triple jornada que en ocasiones se vuelve cuádruple. A las tareas que acarrea el empleo como tal, se suman los quehaceres domésticos. No siempre los esposos ayudan en esas faenas como debieran. Y si no se ha cultivado el espíritu de colaboración entre los hijos, el drama se multiplica. Lo cual, inevitablemente, conduce a conflictos en el hogar, que con frecuencia se agravan por la incertidumbre reinante. Oí decir a una psicóloga que este encierro terminará con muchas parejas. Es muy probable que esté en lo cierto. Infinidad de matrimonios sobreviven gracias a la diversidad de luchas que sus integrantes libran en la cotidianidad de las horas hábiles. Cada quien por su lado. Dándose aire mutuamente. Y reservando el fin de semana para convivir en paz durante la tregua de la agitada rutina.

“No me quejo más. La paciencia y el tiempo son los únicos y más efectivos aliados para vencer al desasosiego de este episodio”.

Imagino que, para muchas empresas, la revelación del teletrabajo será vista en aspectos estrictamente de ahorro. Menos energía que pagar. Ninguna obligación de facilitar un estacionamiento o de invertir en ambientes agradables para los colaboradores. Incluso menor o nula inversión en mobiliario. Baja ostensible en el renglón del café y en el hoy creciente gasto en gel antibacterial y de productos sanitizantes. No digamos en cuanto al tema del internet, que se ha vuelto una de las disputas diarias en los hogares en confinamiento. El ancho de banda, calculado para un uso familiar, colapsa cuando el padre lo usa todo el día, la mamá lo precisa para una reunión virtual y los hijos siguen sus cursos en línea, todos al mismísimo tiempo. Sin embargo, la arista que me preocupa más es la que se refiere a los roles que juegan en la vida de los diferentes espacios de acción. No veo sano que todos se ejerzan en el mismo lugar. Mucho menos que sea la casa donde tal convergencia suceda. Aunque haya familias capaces de lidiar con esto sin mayores complicaciones, para la mayoría debe ser sumamente complicado. Entiendo que uno espera que el confinamiento no sea para siempre, pero es preciso pensar en que las restricciones podrían prolongarse por algo más que solo un par de meses.

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Por ello, sugiero que, en la medida de las posibilidades de cada quien, no aparte de sus prioridades pensar en la salud mental. Está claro que no todos pueden ir a tomar terapia, pero considero peligroso ignorar ese renglón durante una crisis tan aguda como la que vivimos. Estar conscientes de la tensión permanente que enfrentamos puede ayudarnos a comprender reacciones negativas que surjan en nuestro entorno, así como a controlar aquellas que emanen de nosotros mismos en un momento de vértigo emocional. 

Aceptar que el mundo no es el mismo que el de febrero de 2020 nos cuesta enormidades a muchos. El ejemplo del teletrabajo solo me sirve de pretexto para describir lo que la historia nos obligó a vivir en este año tan lleno de inesperados desencantos. Yo, que no soy de fiestas, estoy cansado de tanta distancia social. Me hace falta ver a mis seres entrañables, sin miedo a contagiarlos de Covid-19, o a que alguno de ellos me pase el coronavirus. Me incomoda no acompañar en los funerales a la gente que sufre un duelo. Detesto tanta quietud nocturna. Es cargante andar con mascarilla por doquier. Extraño a mis amigos. Y lo peor: Me frustra no poder abrazar a mi gente  principal. Sé que le ocurre a casi todos. Sé que no soy el único que padece con estos rudos cambios. Y, sin embargo, quejarme tanto es en buena medida absolutamente injusto. Exageradamente injusto si me comparo con quienes han atravesado esta pandemia con angustias desgarradoras. Insulsamente injusto si me pongo a la par de quienes se quedaron sin trabajo y ven pasar los días asediados por un agobiante nudo en la garganta. Despreciablemente injusto si contrasto mis penurias con aquellas de quienes, al borde del abismo o ya en él, salen a la calle con una bandera blanca buscando que alguna caridad se apiade de ellos para así darles de comer a sus hijos. 

No me quejo más. La paciencia y el tiempo son los únicos y más efectivos aliados para vencer al desasosiego de este episodio. No me quejo más. Lo repito: No me quejo más.

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