¿Dónde estará agazapado el goteo del Covid-19 que me atacará primero? ¿Resistirá mi mascarilla semejante proyectil? ¿Seré lo suficientemente disciplinado con mis rutinas higiénicas como para atajar su taimada ofensiva? ¿Habrá ya alguna superficie aguardando por mí para aprovechar un descuido y así impregnarme del virus ahí donde menos lo espere? Me cansa estar obligado a tanta desinfección. Entrar a mi casa equivale a pasar por el puesto de control en un aeropuerto. Quitarme los zapatos, cuidar cada detalle de asepsia, concentrarme en no tocar ningún interruptor o picaporte antes de ir directamente a mi cita con el agua y el jabón por no menos de 20 segundos. Ya solo me falta adquirir un scanner para detectar dónde traigo conmigo el vestigio traidor de este enemigo tan pérfido. Sí, como cuando uno está por abordar un avión. (Recuerdo con nostalgia aquellos tiempos, hoy a siglos de distancia, cuando viajar era una posibilidad a la vuelta de algunos ahorros. Suelo ver las fotografías con nostálgica frecuencia para celebrar no haber postergado aquellos itinerarios).
Me agota que mi vida huela permanentemente a cloro. Y me ofusca que oler a cloro traiga consigo la mediana y difusa sensación de estar a salvo. ¿Dónde quedó el júbilo de aquellas fragancias que me seducían con la química de otra piel? En algún sitio me espera la vainilla de Tahití fusionada con toques de lavanda. Eso lo sé. Y me regocija semejante esperanza. Mientras tanto, mis manos se blindan con su escudo de gel antibacteriano y, semana tras semana, se aleccionan con la letanía mental de no frotar mis ojos espontáneamente ni de rozarme la nariz para ahuyentar la alergia, porque una pifia de ese calibre puede ser funesta. Ahora desconfío del botón del elevador, del timón de mi carro, del grifo del baño. En cualquier artefacto podría estar Darth Covid o Corona Lecter. (Entre los indicios del contagio figura la pérdida del olfato. Pero a cada quien le ocurre diferente cuando se infecta. Es la sintomatología del azar. No hay quien se haya librado de sentirse presa del mal de moda, ya sea por un necio dolor de cabeza o por alguna fatiga repentina. Vivimos días en que estornudar es un terror. Y, además, razón de recelo para el prójimo).
“Solo el amor nos salvará de esto. Solo el amor: El antídoto contra la pandemia”.
La bancarrota moral que nos ha asediado implacablemente, con un conservadurismo que raya en lo delictivo, ahora se ensaña en un nombramiento que abre la posibilidad de un vínculo más comprometido entre la academia y las autoridades a cargo. Sus voceros son el agujero más pútridamente negro de este contexto adverso. El colmo del disparate. La decadencia de lo decadente. (Los malos son siempre tan malos o incluso peores de lo que suelen ser. Y son casualmente los mismos de siempre).
El relato cotidiano es ahora una colección de restricciones. De ser arroyos de solaz, los fines de semana son hoy solitarias llanuras de quietud a la fuerza. No hay paseos con los abuelitos. Ni cervezas con los amigos. Ni reuniones familiares. Y los tímidos celebramos la ausencia de festejos obligatorios. Pero al rato, tanto encierro cansa. La esclavitud del reloj para no pasarse del toque de queda. Las limitaciones de horario que dificultan obtener una fila de pan. El temor a que la próxima plaza de trabajo que se desplome sea la nuestra. (Y sin embargo todo tiene sentido si logramos salvar vidas y evitar que colapsen los hospitales. Y sin embargo, nos aguantamos responsablemente para no propagar la pandemia. Y sin embargo, nos apuntalamos unos a otros para doblegar las tristezas).
No todo es sombrío ni lúgubre. Jugar un Luisa a distancia ha sido uno de los prodigios más felices de mi vida. El Parchís en línea en triple dimensión. La tecnología en su faceta más luminosa al servicio de quienes se quieren, aunque haya kilómetros de por medio. Pero prefiero un Luisa cercano. Un Luisa en el que los dados estén en los dedos y no en el clic de una pantalla. Campeón, campeón, absoluto campeón. Así se siente el que le gana la partida al aburrimiento y contribuye con su reclusión a aplanar la curva de contagios. Nos vienen días sumamente duros. No solo por las cifras de espanto. Tendremos que vernos cara a cara con innumerables carencias. No soy de los que tengan derecho a quejarse. Qué va. Los verdaderos vulnerables son otros. Y seguro se quejan menos, aunque les toque lidiar muy de cerca con Darth Covid, Corona Lecter y otros personajes malignos como DesnutriKrueger y Voldemortandad. Son mejores que yo. Más fuertes. Más dotados. Más cercanos a la piedad santa.
(Paranoias aparte, no quiero perder el olfato. Ni padecer necios dolores de cabeza. Ni sufrir fatigas repentinas. Prefiero ilusionarme con ese júbilo de aquellas fragancias que me seducen en la química de otra piel, cuando se recopilan en la vainilla de Tahití fusionada con toques de lavanda).
Solo el amor nos salvará de esto. Solo el amor: El antídoto contra la pandemia.