Mientras escribo tengo un rostro en mente. Es el de Julio, un mesero a quien conozco hace aproximadamente veinte años. Su nombre se me grabó por la excelencia de su trabajo y porque, en el porte y en el tono de voz, le da un aire a Cortázar. Unas dos semanas antes de que se decretara el toque de queda, me lo encontré en la puerta del restaurante donde entonces laboraba. Como siempre, fue amable y deferente conmigo. Un caballero. Y además me contó que se sentía contento de que en el país se respiraran aires nuevos en 2020. Era finales de febrero. Julio se quejó de Jimmy, del Pacto de Corruptos, del Parlacen y lanzó vituperios contra ciertos reelectos del Congreso. Asimismo, mencionó que prefería afuera a la CICIG porque dijo sentirse cansado de tanto pleito ideológico “que no iba a conducirnos hacia ninguna parte”. Aquella tarde ni él ni yo sabíamos a ciencia cierta lo que venía. Ni siquiera nos lo imaginábamos. Y seguro hasta nos quejábamos de la turbulencia permanente de esta Guatemala de la eterna transición, casi siempre en crisis. Así de ilusos frente a lo que se gestaba en el mundo. Sin estar conscientes de ello, vivíamos las horas finales de la “vieja normalidad”, esa que sentimos hoy tan remota, a pesar de que ocurrió apenas hace semanas.
No se quedó ahí la historia. Hará un mes, volví a toparme con él en un parque cercano a mi casa, muy frecuentado por motoristas de los diversos servicios de entrega a domicilio. Lo vi golpeado anímicamente y hasta con cierto descuido personal, lo que no encajaba para nada con la pulcritud que lo caracteriza.
“No es mala idea hacer ensayos para ir estructurando el ‘próximo episodio’”.
Julio se levantó de la banca donde veía pasar las horas y me saludó con una cordialidad ansiosa. Pero esta vez me preguntó directo: “¿Cuánto cree usted que va a durar esto? ¿Será que llegamos a junio así?” Sus dudas no podían ser más angustiosas. Y yo, sin una respuesta clara que ofrecerle, me aventuré a decirle que esto iba para largo y que era necesario prepararse para varios meses. Casualmente, esa misma mañana, tres compañeros de la oficina habían planteado la misma inquietud. Y uno de ellos, muy pesimista, comparó la pandemia y su incertidumbre con la Europa de 1939. Lo explicó así: “Francia e Inglaterra creyeron ingenuamente que Hitler solo iba a invadir Polonia y que no habría necesidad de otra conflagración sangrienta”. Cuando Julio me formuló sus interrogantes, estuve a punto de contestarle con la lapidaria frase del colega. Pero me abstuve de incurrir en el resbalón, no solo porque considero que la Covid-19 no será tan devastadora como la Segunda Guerra Mundial, sino porque leí en sus ojos la acuciante necesidad de alguna esperanza. Entonces me animé a pronosticar que a fin de año ya íbamos a estar más adaptados a las nuevas condiciones del planeta. Que no alcanzaríamos a estar bien, pero sí mejor. Y que confiaba en que este malhadado coronavirus no dejaría tantas víctimas por estos lares. No tengo palabras para describir su reacción. Si lo que buscaba era apuntalarlo espiritualmente, lo que logré fue todo lo contrario. Julio estaba desconsolado. Y no era para menos. Al oír su relato personal me vi cara a cara con la tragedia paralela que vive el mundo actual, junto con los contagios y las muertes que deja una enfermedad tan cruel como la que nos acecha. Este excelente mesero que veía perspectivas prometedoras poco antes de marzo estaba al borde del colapso financiero y nervioso. Sus ingresos previos, me confió, se basaban especialmente en las propinas. Y en días concurridos, que en su lugar de trabajo eran varios, le quedaba siempre “buena plata”, de acuerdo con sus propias palabras. Pero su abismo repentino no se queda ahí. Su esposa es organizadora de eventos y su hijo labora en el área de turismo. Los tres principales ingresos de su hogar se vinieron abajo por la pandemia. Apenas queda su hija aún con una plaza vigente en un negocio de exportación. Y según Julio, “no tardan en despedirla, porque ya hubo dos recortes de personal, de los que se salvó de milagro”.
Sé que el drama que enfrenta la familia de este mesero profesional es dolorosamente común por estos días. Es obvio también que la saturación en los hospitales irá creciendo de manera alarmante. Mientas más cerca de nosotros aparezcan los casos, mayor será nuestra conciencia de lo que nos toca torear. El miedo ayudará, en parte, a que redoblemos las rutinas de prevención. Y escribo “en parte” porque siempre habrá osados que se crean imbatibles para este virus y otros que aseguren, con su brillantez de siempre, que la pandemia es fake news y que es un invento de los medios de comunicación.
No es mala idea hacer ensayos para ir estructurando el “próximo episodio”, es decir lo que suele describirse como “la nueva normalidad”. Criticar las pruebas en el transporte público es no asumir que más temprano que tarde tendremos que regresar a las faenas diarias aunque ello se haga en condiciones totalmente diferentes. Para Julio, trabajar en el restaurante y cobrar sus propinas es urgente, pues los ahorros se le agotarán pronto y debe todavía cinco años de casa. Él, como en el cuento de Cortázar titulado “La salud de los enfermos”, podría estar ocultándose a sí mismo algo que ya sabe de sobra. Algo que solo es ilusión. Algo que, si vuelve, ya no será lo que fue. Por lo menos durante un tiempo. Me aflige de verdad que nadie pueda contestar, con algún grado de certeza, cuándo tendremos de vuelta ese mundo que considerábamos indestructible a finales de febrero. Confío nada más en que no nos suceda algo similar a lo acontecido en la Europa de 1939, en la que no detuvieron a Hitler cuando aún era tiempo. Mejor no comparar esas páginas de la historia. Total, la pandemia no es una guerra, aunque por momentos se parezcan tanto.