Fue hoy hace cinco años. Hablo de la mayor marcha contra la corrupción que registra nuestra historia reciente. Se le conoció en aquellos días como 27 A. Desde entonces ha pasado mucha agua bajo el puente. El país que nos toca enfrentar es otro ahora. Más complejo. Más cansado. Más al borde. Aunque quienes manejan los hilos del teatrino se nieguen a aceptarlo. La Guatemala modelo 2020 no se limita, en sus dramas y en sus tragedias, a sus aberraciones de siempre. Es decir: funcionarios ladrones, narcotraficantes infiltrados por doquier, élites cómplices y excluyentes, y movimientos sociales fragmentados. Estamos en medio de una pandemia. Y eso conlleva un acercamiento más urgente de lo normal a la sobrevivencia, lo cual debilita la ya de por sí apática actitud de la población en torno al ejercicio de ciudadanía. Sin embargo, también incuba una formidable fuerza de transformación que busca por dónde salir.
Están sucediendo cosas. De unas semanas para acá, el río empieza a moverse. Lentamente. Por gotas, si se quiere. Enfrentando una resistencia feroz que a ratos pareciera ganar todas las partidas. Pero el río sigue. Y con su heroica persistencia, no permite que se muera la esperanza. Descarto que la euforia y la ilusión de 2015 regresen a corto plazo. No importa. Hay otras maneras de alcanzar el objetivo de parar la absoluta cooptación del Estado. Y esas maneras ya se dejan ver en el horizonte. Una de ellas, la que surge desde la FECI.
La valentía y el estoicismo del fiscal Juan Francisco Sandoval y de su equipo son un ejemplo. Quienes lo acosan y lo atacan no tienen ni el cinco por ciento de sus agallas. Y se ven cada vez peor frente a la opinión pública. La presión que llega desde afuera ayuda mucho. Y va creciendo. Y crecerá más. Sobre todo, cuando el FBI y la justicia de Estados Unidos se hagan sentir con mayor contundencia. Y si tal como lo sugieren las encuestas la Casa Blanca cambia de manos, los mensajes serán más categóricos. Ya lo son, de hecho. Hay que ser ciego para no verlo. Esta semana debe haber gente sumamente nerviosa por los acontecimientos que vienen. La escisión en la alianza que eligió a la actual Junta Directiva del Congreso, presumiblemente por disputa de territorios, evidenciará aún más a las mafias y les dará la última oportunidad a aquellos que, todavía a tiempo de salvarse, no quieran hundirse en el lodazal del desprestigio o en la oscuridad de un calabozo.
Esta cruel pandemia ha encendido luces para el futuro movimiento ciudadano. Un movimiento ciudadano, diferente al de 2015, que el país exigirá cuando llegue el momento. Me refiero a esos innumerables guatemaltecos que, por desempleo o porque sus negocios cayeron en crisis, se han reinventado de múltiples formas, apremiados por la necesidad. Esos emprendedores surgidos de la emergencia o aquellos que luchan denodadamente por salvar sus empresas de esta embestida tan inesperada y tan ruda, representan un considerable respaldo para exigir que quienes ocupan hoy los puestos en los tres poderes del Estado se comporten a la altura de las circunstancias. Porque son los desempleados, los que quebraron o los que luchan por no perder sus empresas los que más precisarán de una institucionalidad fuerte para levantarse. La tolerancia de la gente es cada vez menor. Y la ira, que suele ser pésima consejera, se acumula a una velocidad impresionante. Quien tenga ojos, que vea. No es broma lo que está sucediendo, especialmente en el ámbito subterráneo de la conciencia colectiva. Y, por supuesto, hay riesgos indeseables. Sin liderazgos claros y confiables, cualquier pescador populista podría aprovecharse del río revuelto. Ese peligro es grande. Ojalá que lo que queda de sensatez entre la dirigencia tradicional del país pese más que la visión cavernaria del inmediatismo miope. Asimismo, espero que los movimientos populares no se dejen arrastrar por consignas trasnochadas y que sepan aplicar esa inteligencia política que les ha faltado para articular un discurso que, en vez de ahuyentar, convoque.
Transcurrieron cinco años desde aquel glorioso 27 A. El país es otro ahora. Más complejo. Más cansado. Más al borde. Evitar no es cobardía. Muy por el contrario, se requiere de enorme coraje para detener un desorden de gobernabilidad que en su estallido mezcle hartazgo y hambre. El totalitarismo acecha. Lamentablemente, muchos de los que se rasgan las vestiduras proclamando la necesidad de combatirlo son los que a veces más contribuyen a fomentar lo que tanto temen.
Tal vez el espíritu de 2015 no vuelva nunca. No importa. Hay otras maneras de impedir la absoluta cooptación del Estado. Aunque vengan de afuera.