La ansiedad nos carcome. Más que siempre. Y casi nadie se salva de ella. Quienes no la sufren por estar desempleados, la padecen por miedo al despido. Hoy las deudas pesan como nunca. No digamos los gastos fijos cuando los ingresos faltan. Infinidad de empresarios que intentan sostener sus negocios se impacientan, pese a la reapertura. Sufren de trastornos del sueño porque el mercado no despega lo suficientemente rápido. Y les causa terror que se acerque el día 30 cuando les toca pagar planilla. Pronto tendrán que ir al dentista. Apretar las mandíbulas suele ser un recurso inconsciente para descargar tensiones. O para friccionarlas hasta el desgaste. De ahí las muelas inexplicablemente rotas al morder un colocho de guayaba o un jamón frito.
Ansiosos viven muchos docentes por impartir clases a las caritas de la pantalla, a las que apenas logran mantener atentas. Y ansiosos reciben esas clases innumerables estudiantes, más concentrados en el chat con sus compañeros “de aula” que en la charla del docente. La hora del recreo es a solas. A distancia, los trabajos en grupo. Y si prima la responsabilidad, las fiestas son digitales. Todo eso, quién sabe por cuánto tiempo. Serán varios los que se vuelvan adictos a algo durante esta pandemia. A algo como el licor o las drogas. Esos productos que jamás bajan sus ventas, menos aun en tiempos de crisis. De hecho, las incrementan. Como sucede con el gel y los desinfectantes, que hasta en septiembre seguirán haciendo su agosto, y que lo harán asimismo en octubre. Algunos políticos llegaron a sugerir que tomar cloro podía prevenir el contagio del odiado virus. Por suerte, pocos acataron la recomendación. Son abrumadora mayoría los que prefieren “automedicarse” con esa botella añorada que los calma y hasta los divierte. Y los entiendo. Estoy de su lado.
Una amiga mía dice que la depresión es “exceso de pasado” y que la ansiedad es “exceso de futuro”. Aclaro que no es psicóloga. Pero sí muy ingeniosa. En pandemia, el “exceso de futuro” se traduce en incertidumbre extrema. Es decir, en una descomunal y perturbadora duda, desconocida incluso aquí, en este que es el país de la eterna incertidumbre.
Nos da pánico enfermar de Covid-19. El descuido y hasta la insensatez en las rutinas de prevención no borran el miedo que flota en el ambiente. Por irreflexivo e imprudente que se sea, siempre hay un caso cercano que recuerda lo dramático de esta temporada. Una temporada sin desenlace a la vista. Lo cual enturbia y confunde en un mundo que estaba acostumbrado a conseguir casi cualquier información y hasta casi cualquier capricho con un simple click.
Planificar es arduo y osado como nunca lo fue antes. Y eso conlleva una fatiga que nos cansa por adelantado. Que nos cansa incluso cuando estamos descansando.
Desde hace décadas, necesitamos ocuparnos urgentemente de nuestra salud mental. Los trágicos acontecimientos de la historia del país siguen latentes y hasta vigentes en el diario acontecer de las noticias y de la cotidianidad del hogar. La pandemia solo vino a agudizar el deterioro de nuestras aberraciones sociales. Los políticos no cambiaron ni cambiarán. Tampoco los maleantes de diverso tipo. Ni siquiera aquellos que han podido superar la Covid-19 parecen dispuestos a conmoverse. Y eso encaja igualmente entre los golpeadores domésticos y los violentos psicológicos que torturan por deporte a sus subalternos o a sus parejas.
La ansiedad nos va matando con un gotero persistente. Y nos engaña con fantasmas que se vuelven reales. Entre los ansiosos profesionales abundan los relatos de esa sensación devastadora de que un infarto masivo nos ataca y que terminamos solucionando una hora después con ese tranquilizante tomado con un té de tilo. Según Joseph Joubert, “cuando uno siente un gran temor de lo que es inminente, siente cierto alivio cuando el problema ha llegado”. ¿Valdrá la pena angustiarse tanto por lo que todavía no ha sucedido? Cada quien tiene la versión propia y personal de esa respuesta. Pero resulta lógico pensar que los peores problemas que nos imaginamos, a veces, nunca llegan a ocurrir. Es a lo que mi ingeniosa amiga, que no es psicóloga, llama “exceso de futuro”. Ese mismo que hoy es más incierto que nunca. Me refiero a la descomunal y perturbadora duda, desconocida incluso aquí, en este que es el país de la eterna incertidumbre.