Es un suplicio tener enfermos en el hospital en medio de una pandemia. Si es por Covid, ni pensar en verlos. Si es por otro padecimiento, las visitas son extremadamente limitadas. Eso último se sufre desde siempre en los sistemas estatales de salud. Tal vez no con la rigurosidad de estos tiempos, pero cerca. No critico la medida. Solo hago ver que las penas, de por sí enormes, de ver hospitalizado a un familiar o a un amigo, se multiplican en situaciones como las actuales. Son los días menos propicios para enfermarse. Ni siquiera dan ganas de ir a las clínicas médicas, aunque uno sienta que lo necesita. En casos de dolencias previas a la aparición del coronavirus, de seguro habrá infinidad de gente que no ha seguido sus tratamientos sencillamente por miedo a ir al doctor y contagiarse. Eso es comprensible, pero no lo más sensato.
Si se guardan de manera estricta las medidas de bioseguridad y se exige a los consultorios tomar las precauciones correspondientes, la vida tiene que seguir. Sobre todo, cuando de salud se trata. Además, la telemedicina es una opción viable en aquellos cuadros que no requieran de un examen físico presencial. Claro: Hay males que precisan, sí o sí, del reconocimiento directo de un especialista. En esos casos es importante apuntar que no es buena idea postergar la cita. Esta epidemia se quedará entre nosotros por lo menos otros 12 meses. Ese lapso es suficiente como para que un tumor se agrande más de lo que cualquiera puede permitirse. Voy al grano: Para aquellos pacientes que, por ejemplo, son propensos al cáncer o bien ya presentan síntomas de algún mal progresivo, esperar se vuelve sumamente peligroso, pues llegar tarde suele empeorar cualquier diagnóstico.
Admito, sin embargo, que una sala de espera mal manejada puede resultar muy riesgosa. Incluso un hospital que descuide la gestión de sus espacios llega a convertirse en un atentado, en especial para quienes asisten a someterse a algún procedimiento y terminan infectados de Covid.
Nos ha tocado aprender muchas cosas durante estos meses. Todavía nos cuesta acostumbrarnos a una realidad de exigencia permanente. Es trabajoso y hostil un diario vivir en el que perder concentración salga tan caro. A lo que se suma la angustia económica y el estrés institucional al que nos someten esos irresponsables que dicen llevar las riendas del país.
De este señalamiento casi no se salva nadie en ninguno de los tres poderes del Estado. Son despiadados y cínicos como pocos. De eso tampoco están exentos varios representantes de las distintas facciones que promueven la impunidad. La historia del magistrado Neftaly Aldana es la que acapara los reflectores en días recientes. Es inhumana y cruel la forma en que se ha abusado de su familia. Cuesta creer que haya gente con tanta maldad. Más que jurídica, esa pugna es política. Lo sabemos todos. Y aunque abunden las voces que argumentan razones humanitarias para separarlo en definitiva del cargo, la mayoría no siente la mínima compasión por la gravedad que enfrenta el magistrado. Y eso encaja para ambos lados del espectro ideológico.
Insisto: Son despreciables las declaraciones en las que ciertos impresentables se rasgan las vestiduras dizque defendiendo a la familia del jurista enfermo. No les creo. Y es obvio que detrás de tanta bondad lo que se persigue es completar un siniestro plan.
No pinta bien esto para el país. Ni siquiera me refiero a la destrucción de lo poco de institucionalidad que nos queda. Mi planteamiento va dirigido hacia a la horrible condición humana que exhiben, sin pudor, varios de nuestros máximos dirigentes. Porque esto ocurre en plena pandemia. Con muertos aquí y allá. Plagados de desempleo. Arrinconados por la desesperanza. Y, por si eso fuera poco, con un repunte de contagios en las condiciones menos propicias para ir a un hospital.
Se precisa ser muy ruin para no conmoverse frente a tanto dolor acumulado. Pero en Guatemala se ven muertos acarrear basura y también vivos acarreando su basura personal a donde quiera que van. Es la decrepitud del inframundo; la patología de la inclemencia.