Por: Mayra Gabriel
La época del colegio para mí fue lo máximo. Hasta primer curso, estuve en un colegio donde el deporte era prioritario para mí, era parte de mi vida, sobre todo la natación y subir volcanes. Demasiados buenos recuerdos de esa época que cambió al entrar al nuevo colegio, donde empecé el segundo curso y donde no había ni pizca de jardín, porque era una casa acoplada para que funcionara como colegio en la zona 1. Tal fue mi cambio de libertad a sentirme apretada y controlada que, al mes y medio de estar allí, me dio una hepatitis que me tiró a la cama por una buena cantidad de días. Mi fiesta de quince años fue pospuesta. Hoy, ya sé, que “cuando la voz no expresa, el cuerpo expresa”, como dice Louise Hay en su libro “Sana tu cuerpo”.
A pesar de que era nueva en el colegio, como que había logrado hacer buenas amigas y, durante esos días de hepatitis, me apoyaron con mis deberes; me mandaban con mi hermana, que estaba en el mismo colegio, apuntes de las clases para que repasara y recibía notitas de cariño y de buenos deseos para mi recuperación. A la fecha, seguimos unidas y en comunicación, acabamos de pasar nuestro 46 aniversario de graduadas de bachilleres.
Hubo días que, junto con mi “speed” de hacer y deshacer en mi vida, siempre la mente me volaba para imaginarme cómo ahorrar y comprar cosas donde pudiera ir invirtiendo para mi futuro. Mis amigos cercanos decían que yo no vendía a mi mamá solo porque era mi mamá. Me encantaba hacer negocios y trabajar para ellos. Siempre de manera honesta y cumpliendo lo ofrecido, honrando la palabra. Tuve un gran ejemplo con mis papás de lo que la vida costaba y de lo importante de no gastar por gastar. De que, si quería algo, me lo tenía que ganar.
A mi papá le limpiaba sus corbatas y me pagaba Q0.05 por cada una; y si le lavaba el carro, me daba Q0.25. Para mí era un platal. En aquel entonces, los años sesenta, el quetzal y el dólar estaban al uno por uno. Los cafés con leche costaban cuatro por Q0.01. Con un quetzal se pagaba la entrada al cine y tener dos quetzales para una salida ya era demasiado. Lo inquieta de comprar, vender y ahorrar me encantaba y conforme iba creciendo, iba soñando y quería aprender y entender más sobre todo lo que me iba gustando. El ejemplo de la lectura lo tenía súper a la mano con mi papá, que leía un montón, y ese hábito lo tengo muy arraigado. Y fue aún más cuando ya empecé a saber realmente sobre qué tema quería seguir aprendiendo.
En época de la “U”, es obvio que quería saber más sobre negocios, sobre publicidad, psicología empresarial y, de hecho, estudié una Licenciatura en Administración de Empresas y luego saqué una Maestría de Psicología del Trabajo. Me encantaba toda esa lectura, pero, la verdad, ya ni me acuerdo de aquellos autores. En el caminar de mi vida, el rumbo de esa lectura cambió y dio un buen giro para empezar a crecer más como persona, como ser humano. Como alguien que aprende y acepta que Dios tiene control de todo; que sabe que en la vida ocurren muchas experiencias, todas siempre para bien. Y que, aunque en su momento nos cuesta verlo y aceptarlo, al final todo pasa, pero hay que ayudarse y buscar ayuda.
Vivir para trabajar tampoco era la idea, porque siempre me ha encantado viajar y conocer a mi Guatemala, pero sí era valorar lo que iba teniendo y soñando por invertir. De los veinte a los cincuenta años es una gran época para comprar, invertir, crecer, ahorrar y estar emparejado, pero cuando se llega a los maravillosos sesenta, la pregunta es: ¿Y para qué? ¿Y para qué hice? ¿Y para qué compré? La vida es una y el tiempo es limitado. Aunque a nivel terrenal sí midamos el tiempo y el espacio, hoy puedo decir que me siento supersatisfecha de estar cosechando una gran siembra tanto a nivel personal como profesional y económico. Que la vida ha sido una gran maestra y me ha bendecido muchísimo por haber podido y seguir pudiendo cumplir mis retos, estoy demasiado agradecida con Dios por todo ello. Agradezco a todas esas personas que han estado a mi lado, que me han acompañado como pareja amorosa en su momento y que reconozco que algunas veces tuve buenos quebrantos y lágrimas, pero que, igual, todo pasaba y empezaba de nuevo, ampliando mi conocimiento.
Eso es lo lindo de ahora, que el sentimiento es diferente. Hoy vivo el presente y estoy mucho más agradecida por la vida. Estoy donde, con quien y como quiero estar. Por primera vez en mi vida, ya sin mis papás, sin pareja y sin muchas preocupaciones de mi vida profesional; mi sentimiento por vivir es muy distinto. Es rico, muy rico y con una actitud muy diferente sobre la vida. Que hay veces que caigo, por supuesto que sí, robot tampoco soy. Pero ya sé, porque conozco y tengo las herramientas para saber levantarme, que para mí lo más importante, después de Dios, soy yo, porque “me amo y me apruebo”.