“Se reporta masacre de migrantes guatemaltecos en Tamaulipas; encuentran 19 cuerpos calcinados”. “Congreso juramenta a toda prisa al juez Mynor Moto como magistrado de la CC”. Son los dos titulares de la semana. Las dos noticias que marcaron la agenda. Los dos hechos que captaron el interés. A simple vista, parecieran distantes como historias. Mundos aparte. Pero están totalmente ligadas. A fondo. Y se vinculan entre sí por las peores razones. Esa migración irregular que busca en el “sueño americano” el despertar de la “pesadilla del Triángulo Norte” se origina en actos como el perpetrado por 82 diputados y una sala de Apelaciones el pasado martes.
La maquinaria malévola no pudo ser más descarada. Es evidente que la alianza oficialista va por todo. No importa si es asociándose con el narcotráfico, las mafias emergentes o con las viejas columnas del crimen organizado. Hace rato que ya ni siquiera vergüenza tienen. Y desafían a la gente con un desprecio despreciable que más temprano que tarde les pasará la factura. Poner a la democracia contra la pared, en plena pandemia, es artero e irresponsable. Y lo hacen frescos, como si no mataran ni moscas. No se conmueven, ni por un instante, con los testimonios de los familiares que perdieron a sus seres queridos en Tamaulipas de una manera tan trágica. Familiares que iban hacia Estados Unidos a buscar un trabajo que aquí no encontraron, en buena parte por esa corrupción insaciable que, por décadas, nos ha gobernado desde diversas posiciones de poder.
Se sabe que, la noche del martes, los diputados que juramentaron a Moto se fueron a celebrar “su triunfo”. Seguro hubo tragos, excesos y mucha comida. Esa misma que le falta a los que se ven obligados a exponerse a una travesía de horror -entre coyotaje, maras y narcos- para agenciarse de un empleo a miles de kilómetros de casa. Siempre es repugnante y repulsivo lo que muestran, ya sin pena ni pudor, muchos de los que se aprovechan de sus puestos para sangrar al país. Y más repulsivos y repugnantes se ven cuando lo primero que hacen al tomar la palabra es hablar de Dios y de sus fervientes prácticas religiosas. Me cuesta entender cómo las iglesias a las que asisten no los expulsan públicamente. Es lo mínimo que se merecen.
Esas horrendas muertes de los migrantes procedentes de Comitancillo, en San Marcos, son resultado directo de la vileza imperante. El aceitado mecanismo para imponer al juez Moto en la CC fue ver al hampa en plena acción. Y aunque parezca que actúan confiados en la impunidad pactada, mi impresión es que están desesperados. Y por eso son tan peligrosos. Las ratas, cuando ya no tienen salida, muerden a quien sea y como sea. Mientras tanto, el daño que le causan a la endeble y moribunda institucionalidad es inmenso. Pero no les importa. Como tampoco nunca les ha importado el dolor de quienes ven partir hacia Estados Unidos a un ser querido, que por la familia se expone a morir para así procurarles la sobrevivencia. A esos “seres sin alma”, esta matanza en Tamaulipas los trae sin cuidado. No les estruja el corazón. No les atormenta el espíritu. No les angustia la conciencia. Porque, en realidad, aunque se somaten el pecho o citen la Biblia de memoria, lo cierto es que no creen en Dios. No son piadosos ni limpios por dentro. Y no le temen a la justicia divina. No, no le temen. Porque si le temieran, jamás podrían dormir en paz. Vivirían atemorizados de ese infierno que les aguarda.
Que quede claro: Los reales propiciadores de que sucedan episodios tan ignominiosos y tristes como el de Tamaulipas son los corruptos. Los implacables cooptadores del Estado. Los obscenos saqueadores de las arcas nacionales. Y también quienes guardan silencio al respecto. Hechores y consentidores. Porque aunque eludan por un tiempo la justicia terrenal, de la divina no se librarán. Escrito está, por si las dudas.