El tema no es si uno está a favor o en contra de la pena de muerte. Eso es secundario. El tema es que no es éticamente aceptable que los políticos pretendan capitalizar para su beneficio la indignación popular por los horribles asesinatos de niñas ocurridos en días recientes. Es obvio que lo hacen para ganar simpatías y de paso desviar la atención de sus siniestros proyectos. Y lo hacen sin sentir ni la mínima pena por quienes sufren de esta infame violencia. Me extraña de verdad que el presidente Giammattei surja con esa propuesta de reevaluar la pena de muerte en esta coyuntura. Lo hubiese visto normal en Jimmy Morales. Pero no en él.
Incluso después de los desmanes impunes de las fuerzas policiales durante las manifestaciones de noviembre, espero de sus ejecutorias algo más que un gastado recurso populista. Aquí, hablar de la pena capital es endulzarle los oídos a infinidad de gente. Y hacerlo siempre ha sido oportunista. Sobre todo cuando mezclan mañosamente el argumento de que los derechos humanos solo protegen a los delincuentes. Pensaba que ese ya era un discurso superado. Me equivoqué. Innumerables candidatos, y siempre los peores, incluyen en su repertorio mostrarse duros con los asaltantes y los violadores, amenazándolos con la inyección letal. Esa es de las demagogias más baratas que existen. Y también de las que de modo más ruin manipulan el entendible rechazo de la población contra maleantes y matones que, conscientes de las debilidades de la justicia, operan a sus anchas diariamente.
Los mismos políticos que fruncen el ceño y ponen cara de bravos al declararse “defensores del pueblo”, blandiendo la espada de la pena de muerte, son muy poco efectivos cuando les toca enfrentar a los que le arruinan la vida a millones con sus negocios turbios. Hablo de aquellos que dejan sin medicinas a los hospitales o sin pupitres a los niños. O de los que construyen puentes donde no hay río o cobran jugosos sobornos para “no ver” el paso de mercancías ilegales por aduanas o rutas abiertas.
Esos mismos políticos que se envalentonan en tarima contra las pandillas y los maleantes se tornan blandos y comprensivos con los que cometen grandes fechorías a su alrededor. Ahí exigen la presunción de inocencia y el debido proceso, y hasta se quejan de lo que describen como “linchamientos mediáticos”, cuando los titulares hacen noticia de los prófugos o de los antejuiciados. Me encantaría saber qué haría la mayoría de diputados que proclama su apoyo a la pena capital si esta se aplicara a los corruptos. No me cabe la menor duda de que, en ese caso, no la respaldarían. Porque no les conviene ni a ellos ni a sus socios.
Por ello insisto en que el tema no es si se está a favor o en contra de la pena de muerte. La desaparición y el posterior asesinato de Sharon Figueroa Arriaza son acciones abominables. Sobre los autores de semejante crimen debe caer todo el peso de la ley. Y el dolor de la familia de esta niña merece el absoluto respeto, especialmente de parte de las autoridades. Es propiciando una justicia pronta y cumplida como pueden combatirse estos execrables hechos de violencia, no con “globitos” demagógicos.
Si el presidente Giammattei quiere recuperar terreno y realmente dar esperanzas de que podemos acabar con la barbarie y la corrupción, la mesa la tiene puesta: Que designe a dos magistrados intachables e independientes para la Corte de Constitucionalidad. Los mejores posibles. No para agradar a la derecha ni para quedar bien con la izquierda, sino para situarse del lado correcto. El aplauso para él sería atronador.
Incluso en la tan lejana y a la vez tan cercana Washington, donde su presidencia también se está jugando buena parte de la precaria gobernabilidad que aún queda. Si no me cree a mí, que le pregunte a Antony Blinken. En realidad, basta con que lea sus comunicados de prensa. Ahí está todo.