Opinión

Ese lejano país que está aquí

¿Qué significa Guatemala para mí? Primordialmente, lo que más amo; lo que me inspira. Mi familia. Mis amigos. Mis recuerdos. Y podría quedarme con eso, que ya es mucho, pero no concibo la vida así.

Mis sueños también cuentan a la hora de responder la pregunta. Y ahí figuran aspectos relacionados con el bienestar de aquellos que hoy pasan hambre, o que son víctimas de la despiadada inercia que rige nuestros destinos. Yo quisiera vivir en un país más justo. Quisiera percibir la voluntad de un Estado que se preocupa por los olvidados de siempre.

Quisiera saberme en un tren con algún rumbo determinado, que no se dirigiera, a toda máquina, hacia la trágica estación de la catástrofe. Aquella donde, antes, los vagones de la Historia se descarrilaron con sangre.

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Guatemala ha interrumpido o abortado varios procesos que pudieron cambiarle la cara. Firmamos la paz en papel, pero no terminamos la guerra. Iniciamos una lucha contra la corrupción que fue derrotada, y que cada día pierde más la partida. La democracia, que precariamente sigue en pie, no tardará en desplomarse. Al paso que vamos, puede ser en cualquier momento. Como el próximo terremoto.

En ambos casos, sabemos que es cuestión de tiempo. Pero, a diferencia del gran sismo que depende de los caprichos tectónicos, en nuestro moribundo sistema político aún es tiempo de evitar una dictadura más descarada que la actual y, por ende, peor. Es la agónica esperanza la que escribe las últimas dos líneas. Idealismo que le llaman. Ingenuidad, tal vez. Aunque aquello que se añora sea técnicamente posible, de haber algún milagro ciudadano.

Los ciclos nunca cerrados se pagan con heridas siempre abiertas. Y las heridas siempre abiertas infectan a la sociedad. La sociedad infectada se enferma por cualquier cosa. Y eso, en el diario vivir, es el perfecto caldo de cultivo para la desconfianza y el odio. Y también para el egoísmo infame traducido en un “sálvese quien pueda”, en el que cada vez serán menos los que logren salvarse.

¿Qué significa Guatemala para usted? ¿Ama a la Patria en función de sus intereses particulares o alcanza a amarla pensando en el bien común? ¿Dedica tiempo a iniciativas que promuevan el equitativo acceso a la Justicia, por si, Dios no lo quiera, algún día le toca enfrentar un litigio en medio de esta “ley de la selva”? ¿Se preocupa por ir más allá de criticar al gobierno de turno y se reúne con amigos para perseguir juntos una causa permanente? ¿Se atreve a cruzar la línea del trabajo solidario, dos pasos adelante de la caridad ocasional? ¿Se ha molestado en revisar los hechos históricos que han marcado nuestro recorrido por estos dos siglos? ¿Qué piensa de que millones de connacionales se ganen la vida a miles de kilómetros de distancia porque aquí no consiguieron trabajo? ¿Qué siente de saber que aquí seis de cada diez personas viven en la pobreza y que de esos seis que son pobres, cuatro son extremadamente pobres? ¿Le parece que podremos algún día ser competitivos si la mitad de los niños siguen sufriendo de desnutrición crónica? ¿Cómo ve todo eso en medio de una creciente cleptocracia?

Reviso las redes sociales a la tres de la tarde del 15 de septiembre. Hay mucha pelea como suele ocurrir. Las tendencias lo dicen todo: #NadaQueCelebrar o #Bicentenario.

La polarización interminable nos hunde en un mar de desconfianzas que impide que nos oigamos. Y sin oírnos, jamás podremos entendernos. Es el pertinaz bullicio del caos. Ese que nos domina en favor de los titiriteros inclementes. El que decide por nosotros. El que impone su agenda. No se vale ser un gran nacionalista de símbolos patrios si al mismo tiempo que se enaltece a la ceiba se permite (o se perpetra) la masacre de los bosques. No es aceptable cantar con fervor el himno nacional si se desprecia a tres cuartas partes de la población por su origen racial. De poco sirve colgar banderas en las ventanas si en realidad nos trae sin cuidado la debacle que nos circunda porque sentimos que no nos afecta.

La Guatemala que yo celebro es la de mi familia y la de mis amigos. La de la identidad que humaniza. También la de mis recuerdos entrañables, es decir aquellos no manchados por la violencia o por el oprobio. Las memorias íntimas que me enseñaron la libertad. Esas que son ajenas a la depredación atroz de nuestra naturaleza y que no se vinculan con ese terror que tanto les gusta usar a los trogloditas. En esa Guatemala caben asimismo mis sueños. Los de juventud y los de ahora. Aunque al paso que vamos, incluso viviendo muchos años más, será difícil que mis ojos lleguen a ver el país que tanto anhelo. Hablo de ese lejano país que está aquí.

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