Estamos perdiendo la democracia. Esa que en realidad nunca llegamos a consolidar. Esa que prometía tanto y que cumplió tan poco. Apenas nos quedamos en la fase de votar cada cuatro años. La fachada. Tal cosa la hemos cumplido al pie de la letra en el último cuarto de siglo. Como que con eso bastara. Mediocremente conformes con el formalismo.
Ese sistema electoral fue muy fácil de cooptar, por lo cual la política atrajo muy pronto a la peor gente. La disfuncionalidad del modelo se volvió sumamente funcional para los más fuertes. Adquirir o conservar privilegios; mantener o conseguir negocios: He ahí la fórmula perversa. La mayoría de financistas de campaña no exige calidad cuando apoya a uno o a varios candidatos. Por ende, tampoco se fija en los equipos que los acompañan. A la hora de darle dinero a un partido, se cercioran de asegurarse derecho de llave en las entidades de poder, pero rara vez, o tal vez nunca, le dan seguimiento a que esos políticos se ocupen de mejorar el país. Algo similar sucede con los votantes, que no pasan de criticar o de quejarse, ya sea en privado o en redes sociales. Y con organizaciones ciudadanas tan egocéntricas, jamás habrá convocatoria significativa.
Los números son claros en cuanto a la impopularidad de la democracia en América Latina. La gente prefiere un dictador “efectivo” que un régimen de alternancia en el que no se logre nada. Es entendible. Y va para peor, porque el pastel parece ya repartido para las próximas elecciones. No hay autoridad electoral. La confianza en el Tribunal Supremo es solo un recuerdo. Son los mismos y los peores los que piensan postularse. Guatemala tiene una capacidad patológica para reciclar lo más ruin de sus liderazgos. Como si estuviéramos aferrados a la debacle. Los impresentables van y vienen, y ni siquiera cuando los detienen dan aire. El remedo del proceso raya en lo trágico. El peligro de caer en el autoritarismo extremo crece cada día. Ningún sector influyente sugiere estar dispuesto a ceder ni un milímetro en sus posiciones. Y sin esa sensata flexibilidad será imposible salirle al paso al naufragio. Cuando en 1985 se abrió la puerta para democratizar el país, lo que se esperaba era desarrollo. Una renovación pujante. Inversión social suficiente como para transformar las viejas y caducas estructuras. Superar los infames rezagos en asuntos tan críticos como la desnutrición crónica infantil.
Todos esos aspectos debieron ser prioridad; la agenda mínima. Pero nunca hubo rumbo. La visión de una Guatemala diferente solo se quedó en los diagnósticos y en algunas promesas de tarima. Las políticas públicas siguen siendo una rareza en nuestro medio. Y así no se puede dar continuidad a los procesos indispensables para superar la pobreza y las inequidades, las cuales son, al final de cuentas, las que marcan nuestra interminable conflictividad. Aquí abundan las “tierras de nadie” donde el Estado solo aparece de manera contundente para reprimir, pero casi nunca para proveer servicios básicos.
Es muy difícil que una democracia tan precaria en resultados haya captado suficientes adeptos como para que sus defensores sean muchos. Es la indolencia la que impera. La clase media, llamada históricamente a promover cambios pacíficos, no sale de su letargo de sobrevivencia artificial. Muchas deudas la acoquinan. Tantas, que muy pocos de sus integrantes disponen de tiempo para hacer ciudadanía. Y mientras mejor se está, menos sensibilidad hay para sentir empatía por los más desfavorecidos. Si yo, como bien, viajo, tengo casa y mis hijos reciben buena educación, el resto no me importa. Eso, mientras no me afecte el caos reinante. Eso, mientras no me toque ser víctima de algún atropello de la justicia o del abuso de poder.
Vemos los pactos en el Congreso y con ello vislumbramos lo que ya está aquí: El hampa manejando el país. De ese círculo saldrán los candidatos dominantes en los próximos comicios. Los que gozarán del favor y el respaldo de esos financistas que no exigen líderes sanos y visionarios, sino títeres manejables. Es duro aceptarlo: Nuestra endeble democracia está en agonía, aunque haya elecciones “libres” en 2023.