Opinión

Mayra Gabriel: "Sentimientos durante mi secuestro"

Un martes, un 23 de noviembre, un día que se me ocurrió vestirme con ropa de embarazada; un día, según yo, como muchos otros que serían provechosos, mas no como el que me tocó experimentar las horas que siguieron, un día fuera de lo normal y demasiado interesante para mi aventurera vida. Un martes, como aquellos días que tenía cada semana, para reunirme con mi papá, hermanos y algunos ejecutivos de la empresa. Esta vez, nos había tocado en la fábrica por la Roosevelt. Terminamos temprano, y como yo todavía tenía más tiempo para ir a recoger a mi hijo al colegio, me quedé platicando con el señor que lavaba los carros allí en el parqueo de la fábrica. Ese señor, supimos luego con la investigación, fue el que dio el aviso para que supieran que la licenciada del carro verde, o sea yo, ya iba para afuera; y fue así como mis secuestradores me identificaron y se prepararon para hacer “su trabajo”.

Salí muy tranquila y con ganas de tomar unas fotos de unas vallas que me acababan de pintar en la esquina de la fábrica antes de llegar a la Roosevelt. En esa época pintaban las vallas, no se usaban los viniles como ahora. Un poco antes de llegar a esa esquina vi por el retrovisor que, muy pegado a mí, había un carro pequeño y que, de las puertas de atrás, se bajaban dos tipos con rifles, ametralladoras o quién sabe qué pero que no eran pistolas. Quién sabe por qué, pero me dije: ¡Ah, esto es conmigo! Y empezó mi odisea corriendo sobre la Roosevelt, sin saber a dónde iba, hablando por el celular con mi secretaria, Ligia, quien oía mis gritos, los disparos, y la angustia que estaba viviendo y sintiendo yo.

Luego de recibir balazos, mi carro, casi nuevo, pues todavía estaba pagándolo, y que afortunadamente tuvieron puntería para no hacerme daño físico a mí con sus disparos, se paró y empezó a incendiarse, luego de que entrara una bala al motor. Me metieron a uno de los dos carros que llevaban y yo traté de escapar por la puerta que estaba abierta, y luego de recibir unos buenos manotazos, quedé vencida en sus manos. Solo me acordaba de aquella frase que dice “si no puedes contra el enemigo, únete a él”. Me tocó rendirme y entender que ya no podía hacer nada más que aceptar mi estado de secuestrada y tener completamente la fe de que mi familia haría todo lo posible para regresar a ellos. El nervio se apoderó de ellos por mi actitud inesperada y la mía se amplió.

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Mi amigo Juanjo me prestó el libro “Líbranos del mal” de Ernestina Sodi, donde habla de su secuestro. Mientras lo iba leyendo, me iba identificando con ella en muchas de las cosas, que ella y su hermana vivieron en su cautiverio. Se me ocurrió, entonces, compartir parte de esos sentimientos que se tienen cuando uno está privado de libertad y en manos de desconocidos que, simplemente, como ellos dicen, están trabajando y recibirán su paga al final. Nunca creo que se cuestionen el daño emocional que provocan en las personas que eligen para pasar por esta vivencia. Es una experiencia donde la impotencia es lo que más predomina en el alma de uno, pues así como hay suerte, puede que ese resentimiento en el que viven, no lo sepan manejar y actúen de una forma inesperada, y hagan todavía más daño del que emocionalmente ya hacen. Mi fe y amor a Dios me cubrían en todo momento.

Mientras estaba encerrada en un cuartito con un colchón, recién comprado en el mercado cerca de la casa donde me tuvieron, que resultó estar a nombre de la esposa de un banquero guatemalteco de poca ética profesional, las horas y los días fueron pasando. Como dije antes, “si no puedes contra el enemigo, únete a él”, en esta experiencia me tocó vivirlo así. No puedo negar que mi actitud me ayudó a pasarla mejor, entre lo peor que pudo ser.

Comí bien, entendieron que no era amiga del pollo y me daban más sopita de arroz en vez de pollo. Tortillas con crema. Siempre fue comida fresca y recién hecha. Platiqué con ellos, tomé cerveza con jugo de tomate, me dieron cigarros, y me tocó fumar para calmarme. Respetaron todo el tiempo mi integridad física. Pude ir al baño sin estar acompañada y, obviamente, nunca me bañé. Tuve la suerte de que no fueran en los días de mi menstruación. Mis lentes de contacto, que usaba en aquel entonces, nunca me molestaron hasta horas antes de la liberación que la adrenalina me subió y mi sentir, por esa espera de noticias y de que me liberaran, se subió y mis ojos lo estaban sintiendo.

Les inspiré la seguridad de tranquilidad que ellos necesitaban, digo yo y, algunas veces, ni el pasamontañas se ponían, y no les importaba que los viera pues, aunque les reconocí su acento salvadoreño, fácil de oírlo, y, como me decían, luego de ese trabajito, ellos se regresarían a El Salvador y quién los encontraría o reconocería por allí. Uno de ellos hasta me ofreció ser mi guardaespaldas luego de que eso terminara, y con los principales, una pareja, cuando ya me iban a soltar, me despedí de la mano.

Ella me tapó los ojos y me acompañó caminando hasta un punto, mientras que él esperaba en un carro que olía a nuevo y tenía música italiana. Mi corazón estaba temblando por lo desconocido que podía venir. Me soltaron a las ocho de la noche de un viernes, sin un centavo, sin saber por dónde estaba y con el mensaje de ellos de: No se preocupe, aquí estaremos cuidándola hasta que vengan por usted. ¿Qué tal? Esos angelitos del infierno que murieron luego en una balacera en zona 15 en el robo de un banco. Así que viví y salí de una experiencia que nos toca vivir a muy pocos, pero que me ha ayudado a aprender mucho sobre ella, y refuerzo lo importante de buscar ayuda profesional para superar las etapas del duelo, como lo que viví con los sentimientos durante mi secuestro.

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