Opinión

"Los de antes y lo de siempre"

Me reuní con unos amigos de infancia, a quienes no veía hacía años. Siempre es agradable juntarnos, aunque nos demoremos casi un decenio entre un almuerzo y otro. Achaques aparte, somos los mismos de entonces. Los cremas seguimos cremas y los rojos siguen rojos. Nos pusimos al día. Como debe ser. Y también recordamos historias memorables.

Al final, nos quedamos solo tres. Fue cuando hablamos más seriamente de la situación del país. Coincidimos en que la debacle se percibe por todas partes. Y así llegamos al tema de la impunidad y al de la falta de instituciones confiables. Les conté que a mí, hace veinte años, un arquitecto me estafó en la construcción de mi casa. Y que, pese a ello, ahora ocupa un alto cargo en la asociación de vecinos. Admití mi error de no haberlo llevado a los tribunales, pero, a la vez, expliqué las escasas posibilidades que tenía de ganar el caso, dado el burdo respaldo gremial que él recibió en aquel tiempo. Fue terminar mi relato para que uno de mis amigos contara una historia similar. Tras comprar en planos un apartamento para cada uno de sus hijos, la constructora ya lleva tres años sin cumplirle. Aduce problemas con la licencia y otros aspectos que no recuerdo con exactitud. Y aunque mi amigo entró en un convenio con sus deudores para que le devuelvan el dinero, aún se ve verde que la plata regrese como debiera. La falta de un sistema de justicia medianamente funcional es obvia. Quienes delinquen no tienen certeza de castigo. Y, entre gremios, suelen protegerse unos a otros, bajo el mediocre razonamiento del “hoy por ti, mañana por mí”. Para nadie es sorpresa esto. Aparte de la catarsis, contarlo solo sirve para que otros presten atención a la hora de contratar un servicio. Pero de eso no pasa: de desahogo. Y con eso no se logra nada.

Los minutos se fueron como agua. Mi otro amigo ya no pudo contar su experiencia como víctima de la corrupción, porque la hora marcaba el final del almuerzo. Igual, rumbo a la salida, me encontré con un viejo conocido y, en los cinco minutos que conversamos, me relató que estaba sumamente molesto porque, a la vecindad de su casa, se habían pasado unos “tipos muy extraños”, que hacían alarde de armas y de escándalos, y que ocupaban varios espacios para estacionar, como si fueran los únicos dueños de la calle. Le pregunté si se había quejado con la asociación de vecinos, pero su respuesta fue mirar al cielo. “No pueden hacer nada; están amedrentados”, contestó. El consuelo que la dan es que, posiblemente, no duren mucho viviendo allí. “Aquí la gente ya se peló”, me dijo, seguramente aludiendo a que ya no hay control de nada.

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La corrupción no es nueva en Guatemala. Lo novedoso es que el descaro volvió, y que volvió con la clara intención de quedarse. Mi amigo que le compró apartamentos a sus hijos, al que los constructores tienen en jaque porque no hay modo de que camine la obra, mencionó algo en lo que estuvimos de acuerdo. Dijo: “Aquí hace falta creer en Dios”. Y aunque cada quien entiende a su manera sus creencias, lo que está claro es que si alguien se las lleva de creyente, por lo menos tendría que actuar con cierta consecuencia, conforme con los principios en los que su religión se basa. No robar. No matar. No mentir. No pasar encima de nadie para salirse con la suya. Con acatar eso, cualquier dios se siente más que servido. Mi otro amigo, devoto cargador, no tardó en sumarse al argumento. Y añadió que los tiempos pintan para que la prepotencia y el abuso de poder vuelvan a ser “como antes”. Un “antes” que nunca se fue del todo, o que, cuando estaba por ser desalojado, logró resistir por medio de las peores prácticas a su alcance. Esas prácticas que han lastrado al país hasta el punto de convertirlo en una tierra sin esperanza, de la que la mayoría quiere huir.

Es agradable ver a amigos de la infancia después de tantos años. Ponerse al día. Los cremas como cremas; los rojos como rojos. Lo que duele es comprobar, por enésima vez, que la vida se va y que aquí seguimos presenciando la debacle nacional, como viendo llover. De hecho, eso de ver la lluvia ya no encaja como símil de indiferencia. Porque aquí, debido al atropello que le hemos infligido a la naturaleza, hasta la lluvia se volvió parte recurrente de nuestra tragedia.

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