No logro sacarme de la cabeza el sufrimiento padecido por los 53 migrantes que perdieron la vida en un camión, poco antes de llegar a San Antonio, en Texas. El sofocante calor, de alrededor de 50 grados centígrados, debe haberse mezclado con la ilusión de sentirse ya muy cerca de cumplir su meta. Lo más difícil había pasado. Ya se encontraban en Estados Unidos. Habían superado la frontera. Lo que venía, con todo y las penalidades futuras, equivalía a alcanzar su objetivo. Pero no. Aquel infausto lunes, este que recién pasó, el destino iba a escribir la historia con su pluma más fatídica.
Antes de que la asfixia los desesperara, seguro calcularon que, ya en San Antonio, podrían pasar inadvertidos entre los hispanos que allí son mayoría. Algunos habrán imaginado la primera remesa que iban a enviarle a su familia. Otros, en un arranque sentimental, tal vez recordaron la triste despedida, justo antes de emprender el viaje. Ninguno de ellos se marchó de su tierra con la idea de que, en el camino, la muerte se les aparecería con semejante brutalidad. Ningún migrante deja a su familia para ir a morirse; se va para dar vida. Para salvarse. Para construir las esperanzas que su tierra no le dio. Se va para evitar que su familia se muera del hambre. Y, sin plena conciencia de ello, para evitar que el país colapse.
A ningún migrante le ayuda que el presidente Giammattei vaya a Washington a despotricar contra el Departamento de Estado y la CIDH. Esa agenda no es en función de ellos. Ninguno de los que se juega la vida para ir a buscar trabajo, a miles de kilómetros de su casa, se beneficia de que el mandatario se haga la víctima frente a asociaciones religiosas y se venda como el gran defensor de la familia que no es. En todo caso, a ese migrante que cruza desiertos y que es presa de narcotraficantes y de pandillas, eso le perjudica. Y, mientras en la política exterior de Guatemala sigamos “de berrinche en berrinche”, peor nos irá a los ciudadanos que no somos parte de ese libreto. Y peor les irá, por supuesto, a los más vulnerables. La variante ambiental, con los estragos conocidos y los que vienen, la añade angustia a este drama. Y es ahí donde me pregunto a qué distancia real estamos de los movimientos indígenas como los que paralizaron a Ecuador durante casi 20 días y que casi le cuestan la presidencia a Guillermo Lasso. Cuesta creer que a las élites del país no les conmueva la tragedia de Texas. Cuesta creer también que, ya casi sin disimularlo, la dirigencia política y económica prefiera esta migración tan cruelmente inhumana, con tal de que la macroeconomía no se desplome y que el descontento no se exprese bloqueando carreteras. Urge un liderazgo nuevo y valiente en esas élites acomodaticias que no se atreven a asumir su rol. Urge que alguien de sus integrantes más conspicuos, de peso y con voz, les haga ver lo perdido que está el país en este torbellino de corrupción y de inmundicia moral. Además, si la apuesta es congraciarse con lo más extremo del Partido Republicano confiando en que los demócratas perderán estrepitosamente las elecciones de noviembre, cabe recordar que ese mismo Departamento de Estado contra el que Giammattei arremetió en Washington seguirá la misma línea en cuanto a tratar a este gobierno y a las élites que lo acuerpen, porque de aquí a 2024 será la administración Biden la que lo rija. Algo similar ocurrirá en la CIDH. Y eso se replicará en diferentes instancias internacionales, mientras sigan atropellándose los derechos fundamentales que cimentan nuestra precaria democracia.
Es un crimen que este régimen, del cual los tres poderes forman cómplice parte, no se apiade de los más pobres. De los que migran siendo aún adolescentes para ayudar a sostener a sus familias, y que en el trayecto son víctimas de feroces traficantes de personas que los abandonan muertos en una carretera, como si fueran cosas y no gente. Solo de imaginarlo me desarmo. Por ello, no logro sacarme de la cabeza el sufrimiento padecido por los 53 migrantes que perdieron la vida en un camión, poco antes de llegar a San Antonio, en Texas. Me duele pensar en la ilusión que llevaban de enviar su primera remesa. ¿Será que en su abnegada defensa de la vida y de la familia el presidente piensa en ellos?