Me pregunto si Guatemala no debería declararse en luto permanente. Mantener la bandera a media asta. Vestir de negro y gris, un día sí y el otro también. De la tragedia en un concierto en Quetzaltenango pasamos al horroroso episodio de madre e hija muertas en el hundimiento de Villa Nueva. Ahora, el espantoso accidente en Jocotán. Días antes, seis asesinatos en Tiquisate. Y así podría seguir en esta tétrica e interminable lista. Es absolutamente enfermo que lo veamos tan normal. Que lo aceptemos cual si fuera “parte de nuestro destino”. ¿Cómo nos verán desde Finlandia? Eso ya lo sabemos. Nos ven con horror. Como novela de Stephen King.
Algunos dirán que las catástrofes ocurren en todo el mundo. Y es cierto. Lo del estadio en Indonesia dejó más de 120 muertos. Y el saldo de un puente que se desplomó en Italia hace cuatro años fue de 38 fallecidos. Hay matanzas frecuentes en las escuelas de Estados Unidos. Y también crímenes horrendos perpetrados por el narcotráfico en México. Pero en ninguno de esos países se dan tantas historias tan tristes al mismo tiempo. Ya sé que no somos los peores.
Que nos queda Haití como punto de comparación. O África. Incluso Ucrania, con la cruenta invasión de Putin. Sin embargo, no es consuelo hacer paralelismos con otras realidades, por patéticas que sean. Lo que nos toca es literalmente ponernos la mano en la conciencia y hacer algo con “eso” que resulte como conclusión. Hay accidentes en la vida que son precisamente eso: accidentes. Los que, por mala suerte, traen consigo llanto, congoja y desolación. Aquí lo que duele es que buena parte de los hechos que a diario cobran vidas podrían ser prevenidos y evitados. Bastaría con que se cumpliera la ley o que hubiese un compromiso de las autoridades por hacer que esta se cumpla. Bastaría con que aquello que se ha “naturalizado”, tal como trasladar 20 personas en un picop, se impidiera por medio de una regulación medianamente responsable. Vuelvo al tan triste suceso acaecido ayer en Jocotán, Chiquimula. Hoy, el piloto de ese sobrecargado picop, un joven de 23 años, será quien probablemente “pague el pato” por la tragedia de ayer. Y escribo “probablemente”, porque con nuestra justicia uno nunca sabe. E igual, si fuera él quien pasara años en la cárcel por su presunto descuido, la justicia sería de algún modo injusta y hasta selectiva, pues este casi adolescente es una más de las innumerables víctimas de este sistema arbitrario y salvaje en el que vivimos. ¿Correría su misma suerte el hijo de un político con poder? Lo dudo.
El ejemplo más reciente es el del alcalde de Jocotenango, Marcus Alexander González, quien, según un video que se hizo viral, se dio a la fuga cuando la Policía Municipal Urbana de La Antigua Guatemala le hizo el alto al sorprenderlo conduciendo contra la vía. La huida y la persecución se dieron a alta velocidad, lo que puso en grave peligro a otros automovilistas que pudieron haber circulado por el área. Pero, a esta hora, el jefe edil, a quien se escucha claramente en la grabación intimidando a los agentes, se encuentra tranquilamente en su residencia y ejerciendo sus funciones municipales sin ningún problema. Su caso, como los mencionados al principio de este artículo, forma parte de la normalización de lo inaceptable en nuestro país. De la normalización del abuso y de la impunidad. De la normalización del irrespeto a la vida. Esa normalización que es, casi sin dudarlo, la más aberrante posible en cualquier sociedad que se precie de serlo.
Defender la vida no es un asunto ideológico. Hacerlo es un asunto de decencia que, en Guatemala, cada vez hace más falta. Por ello, que no le extrañe a nadie mi propuesta de declararnos un país “en luto permanente”. Sería lo lógico, de acuerdo con esta novela de Stephen King que vivimos en la cotidianidad. Pero no. Aquí hay otras prioridades. Y mientras la impunidad signifique un buen negocio para los poderosos, el privilegio se mantendrá. Normalizado. Como ha sido desde siempre en este “bello y horrendo país”, en palabras del poeta Otto René Castillo. Guatemala es fúnebre y funesta. ¿Será que deberíamos mantener nuestros corazones “a media asta”? Dadas las circunstancias, considero que sí.