Es toda una contradicción: Guatemala, un país lleno de valientes, está paralizado por el miedo colectivo. Es un miedo heredado. Un miedo que jamás se terminó de superar. Pero, en el fondo, a lo que más se le teme aquí es a confiar en los demás. El temor a abrirnos y a ceder. El temor a romper las corazas del prejuicio reinante, que nos impide sentarnos a conversar con “esos” que no piensan como nosotros. Padecemos el miedo a conceder “el mínimo beneficio de la duda”. Pretendemos que las alianzas las integren solo personas intachables, sin pasado, casi perfectas. Articular nos cuesta demasiado. Siempre hay pretextos para no sumarse. Y buena parte de las justificaciones provienen de la mediocre comodidad de no cambiar. De la confortable butaca desde donde vemos el desmantelamiento del aparato institucional del país y, aun conscientes de que eso nos perjudica, no movemos un dedo para evitarlo. ¿Seremos cobardes? No. Somos conformistas. Dejados. Cero empáticos con el dolor ajeno.
Por otro lado, es fácil argumentar que este país está lleno de valientes. Basta ver que cada día salimos a trabajar, pese a los riesgos de ser víctimas de algún delincuente o del derrumbe que haga noticia durante la jornada. Asimismo, se evidencia el coraje de la gente en la peligrosa travesía que implica ir a buscar futuro a Estados Unidos. No es para timoratos eso de lanzarse a recorrer miles de kilómetros, a sabiendas de que, en el trayecto, al que migra puede ocurrirle casi cualquier barbaridad. Desde esclavismo hasta violaciones, pasando por el horror de quedarse perdido en el desierto de Arizona o bien atrapado en las implacables redes del crimen organizado
Pero otra historia se cuenta si se habla del miedo colectivo. Ese miedo es precisamente el que se traduce en la diaria tolerancia a los desmanes de esos impresentables que proliferan en los tres poderes del Estado. Frente a semejantes abusos, solo teniendo en las venas “sangre de horchata” uno opta por quedarse impávido. Pero así es como nos comportamos cuando toca “hacer cuerpo” en las calles. Preferimos seguir aguantando la corrupción y los atropellos antes que atrevernos a formar equipo con la gente que rechaza esas prácticas abyectas. Nos da miedo aceptar que solo sin miedo podremos infundirle miedo a quienes usan el miedo para amedrentarnos, con ese recurso del miedo que ha inoculado, de generación en generación, el miedo a asumirnos como una fuerza social activa. Y hablo de una sociedad activa en hechos, no en el “bla, bla, bla”, equivalente a esa pasividad, tan de las redes sociales, de ser incendiarios en el espacio seguro de Twitter o Facebook, pero incapaces de levantar la verdadera voz que sí se hace oír.
El país no va a recuperar lo poco de rumbo que tenía si antes no rompemos con esa necedad de no aprender a entablar pláticas con grupos y personas que, aunque disten de ser lo que aspiramos como compañeros de lucha, por lo menos tengan con nosotros la afinidad de no ser parte de la podredumbre moral que hoy impera.
Es duro admitir que lo que nos corresponde ahora no es reconstruir las instituciones del país. Antes de eso, estamos obligados a reparar el tremendo daño que la polarización ha causado en nuestra capacidad de armar algo que se parezca a una convergencia de organizaciones. Me pregunto: ¿Por qué no fortalecemos el Foro Guatemala y lo volvemos más beligerante? ¿Cómo lograr que empresarios, activistas de derechos humanos, profesionales, artistas, deportistas, campesinos y el largo listado de actores sociales que integran las fuerzas vivas del país alcancen el acuerdo básico para evitar que el barco se siga hundiendo? ¿Será que los egos del liderazgo nacional no dan para concretar algo medianamente serio?
En tiempos tan duros y decadentes como estos, resulta preferible caminar muy despacio hacia una revitalización del tejido posible que seguir retrocediendo a toda velocidad, como nos sucede inexorablemente hoy día. Es doloroso admitir que, habiendo tantos valientes que se atreven a vivir en medio de los grandes riesgos de nuestra cotidianidad, así como de otros temerarios que se juegan la vida cuando se van a Estados Unidos, seamos una sociedad dócil y doblegada. Y todo por ese miedo colectivo que nos condena. Ese miedo que no se atreve a sacudirse del miedo a asumir que solo sin miedo podremos infundirle miedo a quienes usan el miedo para amedrentarnos y que lo hacen con ese recurso del miedo que ha inoculado, de generación en generación, el miedo a asumirnos como una fuerza social activa. Una fuerza social que, lejos del repetitivo e insulso “bla, bla, bla”, de verdad tome la palabra para derrotar al espantoso silencio, que está a punto de sumirnos en un miedo sin retorno.