Gracioso el mega-ego. Yo hice. Yo hago. Yo haré. Yo dije. Yo digo. Yo diré. Es el centro del universo. A veces, el universo mismo. Las charlas con él suelen ser monólogo. Su monólogo. De pronto, aprovechando un resquicio de silencio, otro interlocutor interviene para contar una anécdota personal. Quiere el reflector unos minutos. No ocurrirá. En el primer silencio, el mega-ego le arrebatará la palabra para aclararle que él lo hizo mejor. Que su historia es, por mucho, más interesante. Y así regresará al estrellato de la plática, único territorio donde se siente cómodo. Yo seduje. Yo resolví. Yo soy lo máximo.
Alguien más osa filtrar un relato de su vida, en medio de la conversación. Pretende contar algo heroico que le sucedió años atrás. No hay tales. El mega-ego no lo dejará. Porque a él le sucedió lo mismo, pero su desenlace raya en lo espectacular. Es “de película”. Aunque haya ficción en su relato. Mucha ficción. La hipérbole de lo posiblemente nunca sucedido.
El mega-ego no suelta la guitarra. Le urge la atención permanente. Le fascina verse y que lo vean. Cuelga sus fotos en cuanta red social a disposición. Ahí comparte sus logros. Y sus viajes. Y sus selfies con famosos. Y sus visitas a restaurantes. Y, cuando los años pasan, recuerda sus tiempos mozos. Es, asimismo, narcisista. Si le toca hacer exaltaciones de otros, habla de sí mismo. No admite prestarle el micrófono a otro. Según él, nadie lo merece. Y si llega a ocupar una posición de poder, jamás cambiará una decisión, por errónea y nefasta que sea. Eso lo aprovechan, astutamente, los malévolos cercanos que lo tienen medido. Por ello, lo envenenan en función de sus agendas. Le dicen: “Lo que usted dictamine es ley; nadie puede osar contradecirlo”. Y así, aunque arda Troya o se desmorone la cordillera de los Andes, no da su brazo a torcer. Incluso, a costa de sus propios intereses.
Todos somos mega-egos alguna vez en nuestras vidas. O muchas veces. Depende de con quién se está. Es decir, de la categoría de ego con la que uno se enfrenta. El problema radica en pretender semejante protagonismo la vida entera, a cualquier hora y en cada lugar. Aprender a compartir la guitarra y a prestarle los reflectores a otros es una señal, inequívoca, de que algo de lo primitivo de nuestra personalidad ha quedado atrás. Hay infinidad de frases que lo pintan muy claro. “El tamaño del ego de una persona se mide en la forma en que maneja los errores de los demás”. Un mega-ego jamás se equivoca. Siempre encuentra un culpable, o una excusa, para salir airoso de sus pifias. Es implacable con las fallas de otros; súper benévolo con las propias.
Los políticos suelen ser mega-egos. Por eso, les encanta la falsa adoración que experimentan en tarima, con acarreados que los aplauden aunque digan tonterías. También les fascina la sensación de grandeza, que casi siempre es solo sensación, de verse en una gigantesca valla, muy contrastante con la pequeñez de sus almas. He ahí la triste narrativa de nuestros líderes de pacotilla. Los “no líderes”. Los anti líderes. Pero sería injusto restringir la descripción solo para los que se postulan a puestos de elección popular. Mega-egos hay entre médicos, abogados, periodistas, empresarios, deportistas y un interminable listado de etcéteras. Se dice, de hecho, que sin un ego descomunal no se alcanzan grandes logros. Y puede que así sea.
Es saludable quererse a uno mismo. Darse a respetar. Apreciar lo que uno hace. Gestionar lo propio. No bajar la cabeza. Y también ser subalterno con esa humildad que, paradójicamente, nunca permite la humillación. Pero eso dista enormidades de ser un eterno “qué lindo soy, cómo me quiero”.
Patético el maga-ego. Qué necesidad enfermiza de hacerse notar. De siempre ser el más osado. De siempre tener la respuesta justa para el momento preciso. De siempre ser la última Coca-Cola en el desierto. Es gracioso el mega-ego. Gracioso de verdad. Tan gracioso que termina dando risa. Es un hazmerreír.