Opinión

"De la muerte, ni hablar"

Juan Rulfo afirmó alguna vez que los latinoamericanos pensamos todos los días en la muerte. Y la razón era y sigue siendo obvia: Porque la tenemos siempre cerca. Sumamente cerca. Quienes vivimos los tiempos de la lucha armada o incluso las oleadas criminales de finales de los años 90 y principios de los dos miles, sabemos de qué hablaba el autor de “Pedro Páramo”. Se nota mucho en el lenguaje coloquial. Infinidad de expresiones aluden a la acción de morir para referirse a diversas situaciones. Uno se “muere por ver a alguien”, cuando lo echa demasiado de menos. Está “muerto de miedo”, cuando recibe una llamada de extorsión. O exclama que “se han visto muertos acarrear basura”, cuando se sugiere no dar por hecho algo, aunque así lo parezca, porque es necesario contar con la posibilidad de que lo improbable ocurra. Asimismo, hay quienes hasta se animan a pensar en “morir de amor”, como cantaba Miguel Bosé, antes de ser negacionista del Covid.

Pero, ¿por qué en países como el nuestro se piensa tanto en la muerte? Apelando al realismo trágico en que vivimos, me aventuro a decir que tenemos ese modo de ser debido a la experiencia acumulada. Y en esta se suman varios aspectos. Uno, la abundancia de sicarios o la posibilidad, siempre presente, de que a algún delincuente se le ocurra dispararnos por arrebatarnos el celular. Dos, la falta de certeza institucional, que ahora ya es casi nula. Al no haber un Estado responsable de sus ciudadanos, la barbarie impera. Puede uno llegar a un hospital nacional con una herida leve y tratable, y perder la vida por falta de alguna medicina que no había o que no llegó a tiempo. Lo mismo pasa en el universo vial. Las desastrosas carreteras han cobrado un sinfín de vidas. Tres, la impunidad, que es la madre de la corrupción, la cual es la autora de múltiples crímenes diarios. Un alemán no ve en su panorama que un puente se desplome mientras lo atraviesa en su automóvil.

Para nosotros, eso no es algo que veamos lejano o impensable. Jugarnos la vida es lo cotidiano en Guatemala. Tanto, que hasta chiste hacemos de ello. Bien conocido es que, una hora después del terremoto de 1976, había decenas de bromas relacionadas con algo que fue catastrófico para el país y que además dejó una cauda de más de 20 mil víctimas mortales. El humor negro es una de nuestras marcas registradas. Nos reímos de las desgracias porque, por lo regular, no hay de otra. Sin embargo, hay veces en que se pierde el tacto y se incurre en resbalones. Recuerdo una campaña publicitaria que anunciaba unos zapatos de mujer, bajo el lema de que eran tan excitantes que estaban “de muerte lenta”. A lo que se añadía una ilustración con los pies de un cadáver femenino, calzados con el producto en cuestión. Aquello sucedió en medio de una ola de femicidios que cimbró a la sociedad por el salvajismo de los crímenes. La reacción fue inmediata y la indignación se hizo notar. La campaña, según recuerdo, fue retirada a los pocos días. No ha sucedido lo mismo con otros episodios mucho peores que esa seguidilla publicitaria. De más está decir que, por lo repetitivo de los casos, las noticias no alcanzan a cubrir la totalidad de muertes violentas que suceden aquí diariamente.

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Y por esa enferma costumbre de ver muerte por todos lados, sin que sea novedad, se nos va carcomiendo el sentido real de vivir. Desfallece la democracia y no nos importa, salvo cuando nuestros intereses están en juego. Agoniza el Estado de derecho, pero, mientras eso convenga a unos pocos, que se siga desangrando. Se mueren los ríos y los bosques, mas si eso significa hacer negocio a inmediato plazo, que nadie se mueva de su butaca. Porque la fiesta debe seguir. La fiesta cotidiana del realismo trágico. Vuelvo a las expresiones alusivas. El verdadero matrimonio en estos lares se da entre el corrupto y el saqueo.

Caminarán juntos “hasta que la muerte los separe”. Y mientras no haya una conciencia ciudadana de que nos roban el futuro ni una justicia dispuesta a castigar a los maleantes, estos seguirán abusando y haciendo negocios turbios “muertos de la risa”. No es gracioso. Mucho se pierde en este nefasto vaivén en que la desagradable expresión “muertosdehambre” es tristemente común. La gente aquí, más que salir a “ganarse la vida”, deja cada mañana su casa con la esperanza de eludir a esa probable muerte que acecha por todas partes. Y por eso, como dijo Rulfo, piensa en ella todos los días, aunque no lo admita de manera consciente. Así de sanos somos. Y, a propósito: ¿Será que las próximas elecciones terminarán siendo “la crónica de una muerte anunciada”?

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