Nadie está contento con el Tribunal Supremo Electoral. Yo en cuenta. Confiar en sus magistrados ya no es posible. Han sido erráticos y burdos. No se han cuidado. No han cuidado la institución. Es un resbalón tras otro. Y suman y siguen. Doctorados incompletos, necedad y opacidad en el negocio del sistema informático, gasto innecesario para mandar a hacer un himno, sesiones a puerta cerrada con los fiscales de los partidos, criterios diferentes para inscripciones de candidatos, o bien para revocarlas. Lo más grave: el asunto del primero sí y después no a Manuel Baldizón. De esa difícilmente se levantan. ¿Cómo creer que no estaban al tanto de sus procesos penales en Guatemala? ¿Cómo entender su interpretación del artículo 113 en este caso? ¿Cómo entender su razonamiento en otros muchos casos que, iguales o peores, saltaban a la vista como ejemplos de aspirantes no idóneos? De los errores del Tribunal ya se ha dicho prácticamente todo. No es de eso de lo que quiero escribir. El tema de esta columna es otro. El tema, en realidad, es nuestra creciente tolerancia hacia lo inaceptable. Nuestra normalización de lo descabellado. Nuestra apatía hacia lo injusto. Hace ya demasiado tiempo que la degradación de la institucionalidad es de escándalo. Muchos de los indignados por los desmanes de este TSE no se percataron de la debacle que sufre la justicia, desde que la norma es perseguir enemigos ideológicos. No se dieron por enterados de las sanciones internacionales a varios actores que favorecen públicamente la impunidad. No se escandalizaron por las infamias y las afrentas que abundan desde los tres poderes del Estado. No vieron con horror el ridículo internacional en el que incurrimos cuando se criminaliza a periodistas por hacer su trabajo. No se ofuscaron lo suficiente por los exilios de jueces y de fiscales. En fin, la lista de vejámenes a la sociedad es larga. Los dos últimos gobiernos nos han hecho retroceder décadas. Nos han arrebatado lo poco que quedaba de esperanza. Y han perpetrado su maldad sin siquiera esconderse. Sin sonrojo. Sin vergüenza. Hasta se dan el lujo de vanagloriarse de sus “logros”. Hasta se pintan como héroes de la patria. Hasta se ufanan de habernos salvado de la hecatombe.
No hace falta ser muy inteligente para entender lo que planteo. Pero es tal el miedo a perder nuestro “pedazo de pastel”, que terminaremos por perder el pastel entero. Es tal el miedo a ser libres, que añoramos al dictador. E inconscientemente, sea ahora o dentro de cuatro años, lo encontraremos en las urnas, o bien lo construiremos cuando ya esté montado en la presidencia. Si el saltimbanqui más vulgar e ignorante se lanza en busca de un puesto de elección popular, lo dejamos pasar. Y si tiene antecedentes delictivos, mejor. No nos importa. Igual, nos basta con cumplir el “compromiso ciudadano” de votar cada cuatro años. Para eso sí somos eficientes. Para promover elecciones y llamar a ejercer el derecho al sufragio. Para jugar a cívicos. Para engalanar la fachada.
De ahí en adelante, nos da lo mismo que se roben el Templo IV de Tikal o que haya niños muriéndose del hambre a escasos kilómetros de nuestras casas. La verdad, ya nada nos conmueve. Nada nos toca el alma. Nada nos cimbra la conciencia. Son cada vez menos los que de verdad luchan por el país. Al resto, mientras no les toquen sus ingresos y los dejen en paz con su anodina y desidiosa inercia, todo les da lo mismo. Quede quien quede. Mande quien mande. Abuse quien abuse.
Es cierto: Es un desastre este Tribunal Supremo Electoral. Son años luz los que lo separan de aquella institución confiable y digna liderada por gente como Arturo Herbruger o Mario Guerra Roldán. He ahí la mejor comparación con “lo de antes”. Así de decadentes estamos. No solo en la organización y el arbitraje de las elecciones. Es en todo. Aquí ya solo falta que suspendan las garantías constitucionales y giren órdenes al Congreso para que lo vuelva ley. Nada es imposible en esta alicaída Guatemala de 2023; en esta sufrida y saqueada Guatemala que alguna vez tuvo la ilusión de ser país.