Yo no podría ser candidato. Mi personalidad no da para eso. No tengo ese talento. Y solo me atrevería a poner mi foto en una papeleta, si realmente creyera en que, al hacerlo, tendría algo nuevo qué decir. Si, para hacer campaña, no me viera obligado a cuidar mis palabras para no ofender a estos o a cuidar mis otras palabras para no ofender a aquellos. Si, de ganar, estuviera dispuesto a dar mi vida por el país. De lo contrario, ¿para qué ser un aspirante a la presidencia? Desde afuera, uno sabe que ellos mismos, los candidatos, saben a su vez que mienten. La excepción podría ser aquel visionario que, en teoría, supusiera conocer el camino para preservar la democracia y ser capaz de convocar a un gran pacto social. Ese soñador que viera en sus lecturas y en sus experiencias, las claves para domar los huracanes de la ambición desmedida por el poder. Está claro que, al cotejar su idealismo con la realpolitik, el estrellón de ese visionario sería estruendoso. He ahí el drama. Uno oye candidatos con sustancia en su discurso. Con un diagnóstico claro de la situación. Con los números al día. Incluso con buenas intenciones. Prácticamente, todos esos presidenciables saldrán mal en las encuestas. Y no ganarán. Las posibilidades se decantan por los ya posicionados, que son pésimos, o por los populistas sin rubor, que pronto serán tan pésimos como los otros, si es que no lo son ya.
No es posible hacer política solo con “niños de primera comunión”. Lindo fuera que así fuera. En la conformación de un partido, los malandros son inevitables. Los oportunistas. Los acarreadores de la podredumbre moral. Los que saben operar en las aguas turbias. Perder el candor en política es dolorosamente fácil en Guatemala. Y verse compelido a aceptar las condiciones imperantes, también. Como en la vida. La diferencia radica en hasta dónde acomodarse con la ineludible bajeza. Hasta dónde plegarse. Hasta dónde ser pragmático y no convertirse en cómplice.
El círculo cercano es fundamental para cualquier aspirante a la presidencia. Su equipo íntimo. Y, sin embargo, ya en el puesto, aquellos incondicionales en quienes el candidato depositó su confianza, de pronto se tuercen. Cuando les llegan al precio. Cuando los deslumbran con edecanes, carros y billetes. Cuando los meten al sistema. He ahí la tragedia. Ese sistema no perdona a nadie. Muchos menos a quienes lo desafían en serio. Recuerdo la vieja canción de Fito Páez, cantada soberbiamente por Mercedes: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón”. He ahí la esperanza. Solo aquellos que ofrezcan de verdad el corazón lograrán que siga palpitando, en algún sitio del futuro, esa luz que termine guiándonos hacia el final del túnel. No se ve próxima esa luz. Ni siquiera se le vislumbra en los atisbos presentes. Pero ahí sigue. Lejos, pero viva. Tal vez sea un niño quien la porte. Tal vez un adolescente. Quién sabe. Lo único seguro es que habrá un alguien algún día. Un alguien que inspirará a muchos álguienes. Y esos álguienes harán lo propio para enmendar la Historia. Con tropiezos. Con errores. Con retrocesos. Pero claros en lo que toca hacer para cambiar.
No existen fórmulas mágicas para resolver álgebras tan ominosas como las de Guatemala. Álgebras criminales y despiadadas. Aquí no hay Baldor que valga. Aquí solo cuenta el coraje de la resistencia. Resistirse a doblegarse. Resistirse a callar. Resistencia a ser parte de la mediocridad de la rutina.
Yo no podría ser candidato. Carezco del talento y de la valentía para serlo. Me faltan las cualidades mínimas para buscar un puesto de elección popular. Mi personalidad no da para eso. No soy el único en esas condiciones. Hay muchos como yo. Nos queda, por ahora, seguir hasta donde se pueda. Colaborar con las causas justas. No dejarnos hundir por la desesperanza. No temerle a la arrogancia de los truhanes que hoy detentan el poder. Dicen que “no hay mal que dure cien años ni enfermo que los aguante”, aunque aquí ya llevemos más de 200 casi en las mismas. Cambiemos entonces la frase: “No hay mal que dure 220 años ni enfermo que los aguante”. ¿Será muy pesimista el planteamiento? ¿Será que en 2041 ya habremos dado algún paso significativo? ¿Lo dejamos en 220, con la ilusión de que algo sucede en 2023? ¿O debo ser realista y escribo 300 años? Usted dirá.