En un acto cargado de simbolismo y emoción, Sor Geneviève Jeanningros, una monja argentina que vivió durante 57 años en Roma, rompió el protocolo del Vaticano para darle el último adiós al Papa Francisco, su amigo y compañero de lucha.
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Con una mochila al hombro y lágrimas en los ojos, la religiosa se abrió paso discretamente entre la multitud que colmaba la Basílica de San Pedro.
Su presencia no estaba contemplada en el acto oficial, pero fue autorizada a acercarse al féretro. Allí, en silencio y oración, rindió homenaje a quien fue, más que un líder espiritual, un amigo del alma.
El gesto, inesperado y profundamente humano, conmovió a los presentes y rápidamente recorrió el mundo.
En tiempos marcados por la rigidez de los protocolos, la figura de Sor Geneviève emergió como símbolo de cercanía, amor y sencillez. Tal como Francisco lo hubiese querido.
Durante años, Sor Geneviève mantuvo un vínculo estrecho con el pontífice. Participaba en sus audiencias semanales y lo recibía en diferentes ocasiones.
Compartían una misma misión: tender la mano a los marginados, acercarse a las periferias, vivir una fe que se compromete con los más olvidados.
