El 18 de abril de 1955, el mundo perdió a Albert Einstein, quien falleció a los 76 años en el Hospital de Princeton (Nueva Jersey) por un aneurisma abdominal. Su muerte marcó el final de una vida dedicada a la ciencia, pero el comienzo de una polémica que duraría décadas: el robo y estudio secreto de su cerebro.
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Einstein rechazó una cirugía experimental para tratar su aneurisma, declarando:
“Quiero irme cuando yo quiera. Es de mal gusto prolongar la vida artificialmente. Ya hice mi parte; es hora de irme”.
Siguiendo sus deseos, sus restos fueron cremados en privado y sus cenizas esparcidas en el río Delaware.
Sin embargo, el patólogo Thomas Harvey, encargado de la autopsia, extrajo el cerebro de Einstein sin permiso. Durante años, lo conservó en su poder, cortándolo en 240 bloques y almacenándolo en frascos con alcohol. Aunque justificó su acción como un “acto científico”, fue despedido del hospital y llevó el cerebro consigo en un viaje errante por EE.UU. y Canadá.
En 1985, la neuróloga Marian Diamond publicó el primer estudio relevante, revelando que el cerebro de Einstein tenía:
- Más células gliales (asociadas al soporte neuronal).
- Una hendidura única en el lóbulo frontal (vinculada a la memoria y planificación).
- Mayor densidad neuronal en áreas clave para el razonamiento
Tras la muerte de Harvey en 2007, partes del cerebro fueron donadas a museos, pero muchas secciones siguen perdidas. Hoy, algunos fragmentos se exhiben en:
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- Museo Mütter (Filadelfia).
- Museo Nacional de Salud y Medicina (Washington).
Aunque Einstein quería evitar cualquier culto a su figura, su cerebro se convirtió en un objeto de estudio y fascinación.